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viernes, 4 de noviembre de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





CATHOLICUS


            “Nada excita más nuestra repugnancia que el canibalismo; nada destruye con tanta seguridad una sociedad; nada, podríamos argüir, endurece y degrada tanto el espíritu de quienes lo practican. Sin embargo, nosotros mismos causamos parecida impresión en los budistas y los vegetarianos. Consumimos los cuerpos de criaturas que sienten iguales apetitos, iguales pasiones y poseen los mismos órganos que nosotros; comemos bebés que, sencillamente, no son los nuestros, y el matadero se llena cada día de gritos de sufrimiento y terror. Hacemos distingos, es cierto, pero la repugnancia que muchos pueblos experimentan cuando se trata de comer carne de perro, el animal con que mantenemos una relación más estrecha, demuestra sobre qué bases tan precarias descansa nuestro distingo. El cerdo es el elemento principal de la alimentación animal en las islas, y muchas veces, con la mente estimulada por el ambiente caníbal, he observado su carácter y el modo en que muere. Muchos isleños viven con sus puercos como nosotros con nuestros perros; unos y otros se acercan al hogar con la misma libertad; el cerdo de las islas es un ser activo, emprendedor y lleno de buen sentido. Él mismo quita la cáscara a los cocos y, según me han contado, los lanza a rodar bajo el sol para que se abran; es el terror de los pastores. La señora Stevenson atisbó cómo uno se escondía en el bosque con un cordero entre los dientes; yo vi a otro que, al creer erróneamente que nuestra goleta se hundía, atravesó un charco a nado tras dirigirse a la barandilla y escapar. Nos habían enseñado de niños que los cerdos no sabían nadar; vi a uno saltar por la borda, nadar quinientos metros hasta alcanzar la orilla y volver a la casa de su antiguo dueño. Una vez en Tautira, fui propietario de una piara. Al principio, en la porqueriza reinaba una paz completa; una cerdita que padecía de cólico había venido a nosotros en busca de socorro, lanzando lamentos infantiles; también teníamos un hermoso jabalí negro, al que bautizamos con el nombre de Catholicus, por ser un regalo especial que nos hicieron los católicos del pueblo, y que pronto dio pruebas de valor y afabilidad; no toleraba que ninguna otra bestia, perro o cerdo, se acercase a él a la hora de comer, pero demostraba hacia los hombres una gran parte de aquella ternura servil tan común en los animales inferiores, y que quizá le hacía acreedor al nombre que le habíamos dado. Un día, al visitar la pocilga, quedé estupefacto cuando Catholicus retrocedió con gritos de terror al ver que yo me aproximaba, y si mucho me sorprendió el cambio, no me sorprendió menos la causa, cuando de ella me enteré. Por la mañana habían matado a un gorrino; Catholicus había presenciado el sacrificio; había comprendido que vivía en un matadero, y a partir de aquel momento su confianza y su alegría de vivir desaparecieron para siempre. Lo conservamos mucho tiempo, pero ya no soportaba la presencia de ninguna criatura de dos piernas, y nosotros mismo, en tales circunstancias, ya no podíamos sostener su mirada sin sentirnos perplejos. Más tarde asistí, por lo menos con el oído, a ese acto de matanza; creo que, en realidad, hubiera logrado aguantar los gritos de sufrimiento de la victima, pero la ejecución se realizó mal, y su expresión de terror era contagiosa; aquel humilde corazón latía al mismo ritmo que el nuestro. Sobre estos “lamentables cimientos” descansa la vida de los europeos, y, sin embargo, la raza europea es una de las menos crueles. Lo que rodea a esta clase de crímenes, la brutalidades preparatorias de su ejecución permanecen disimuladas; una extrema sensibilidad reina en la superficie, y las damas se sentirían indispuestas si oyesen los chillidos de la décima parte de cuanto exigen diariamente de su carnicero. Sin duda, algunas me maldecirán por la falta de cortesía de este párrafo. Lo mismo ocurre con los caníbales de las islas. No son crueles; excepto por esta costumbre, constituyen una raza de una dulzura extrema; resulta menos cruel cortar la carne de un hombre después de muerto que oprimirle mientras vive; además, trataban a las futuras víctimas de su apetito con bondad y las ejecutaban rápidamente y sin inflingirles sufrimientos. En los medios refinados de las islas, sin duda se consideraba de mal gusto hablar de lo que era feo en la práctica.”


Robert L. Stevenson. En los mares del sur. Ediciones B.