MARINES EN DANANG
“Los
días eran todos semejantes. El sol salía alrededor de las seis y cambiaba de
color a medida que ascendía, del rojo al oro, del oro al blanco. Las neblinas
de los arrozales se evaporaban y la brisa del amanecer se desvanecía. A
mediodía, nada se movía bajo el cielo brillante. Los campesinos abandonaban los
campos en busca de la sombra de sus aldeas; los búfalos permanecían inmóviles
en los cenagales, dejando asomar únicamente sus cabezas y sus gruesos y
curvados cuernos por encima del barro; los árboles estaban tan quietos como plantas
en un invernadero. A media tarde soplaba el viento desde las montañas, un
viento ardiente que levantaba el polvo de los caminos y los secos arrozales
crujían bajo el sol, en los lugares donde se había recolectado el arroz. Toda
vez que soplaba el viento, no podíamos mirar a ningún lado sin ver polvo: nubes
de polvo, mantos de polvo, demonios de polvo que se arremolinaban en las
tiendas cuyas paredes de lona ondulaban como velas, tensaban las cuerdas y
desaparecían súbitamente cuando pasaba el remolino. No era un polvo agradable
sino un elemento espeso que se adhería a todo lo que tocaba, a la carne a los
fusiles, a las hojas de los árboles. Cubría el grasiento equipo de cocina del
fogón, de modo que teníamos que comer polvo además de respirarlo. Y también
beberlo, porque se filtraba en las bolsas y en los botes defectuosos, por lo
que el agua sabía a barro tibio. A última hora de la tarde, las montañas
otorgaban una prematura luz crepuscular al llano costero, pero el temprano
anochecer era el peor momento. El viento amainaba y el aire se volvía sofocante
a medida que la tierra liberaba el calor que había absorbido a lo largo de día.
Bebíamos de nuestras cantimploras hasta que las barrigas sobresalían y
tratábamos de movernos lo menos posible. El sudor chorreaba por nuestro cuerpo
y nuestra cara. El polvo adherido a nuestra piel se espesaba en una película
gomosa. Las temperaturas no revelaban nada: el clima de Indochina no se presta
a las normas de medición convencionales. El hilo de mercurio puede llegar un
día a los 37 grados, a 43 el siguiente y a 40 dos días más tarde, 0ero estas
cifras no expresan la intensidad de aquel calor, del mismo modo que la lectura
de un barómetro no indica el poder destructivo de un tifón. La única medida
válida era lo que el calor podía hacerle al hombre, y eso era bastante
sencillo: matarlo, cocerle los sesos o exprimirle el sudor hasta que abandonaba
por cansancio. Los pilotos y los mecánicos de la base podían escapar a sus
frescas barracas o clubs con aire acondicionado, pero dentro de la zona no era
posible hacer nada con el calor, excepto soportarlo. El alivio sólo llegaba por
la noche y la noche siempre era portadora de enjambres de mosquitos palúdicos y
del crac-crac-crac de los fusiles de los francotiradores.”
Philip Caputo.
Un rumor de guerra.
Inédita Editores.
Un rumor de guerra.
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