EL SUEÑO DE ULJETU
“Fue imposible dormir durante el viaje
nocturno. El autobús avanzaba dando sacudidas por carreteras secundarias y
paraba cada media hora en un chai-khana. Por el altavoz se oía el parloteo
incesante de un sermón. Llegamos a Zanjan pasada la medianoche, absolutamente
agotados. En dos hoteles se negaron a aceptarnos, y en el tercero el dueño nos
hizo pasar a un cuchitril sin ventanas y con las paredes llenas de
inscripciones. Nos contó que diez años atrás había estado en Aberdeen, y la
verdad es que olía como si no se hubiese lavado desde entonces. En su defensa
hay que decir que en su hotel tampoco se veía ninguna instalación para hacerlo.
A
la mañana siguiente nos levantamos temprano y cogimos un microbús lleno de
viejas coléricas. Nos dirigíamos a Sultaniya, ahora una extensión de ruinas a
punto de desmoronarse, pero que en una época había sido la capital de la Persia mongol, desde donde
se gobernaba un imperio que se extendía desde el Oxus hasta el Éufrates.
Cuando
Polo pasó por Persia en su viaje de ida, la ciudad aún no estaba construida y
sus tierras todavía estaban ocupadas por los trigales Qongqur-Oleng, las
praderas doradas. Pero en 1324, cuando Polo murió, la ciudad superaba el millón
de habitantes. Sultaniya se construyó por encargo del kan Il Uljetu, el hijo
del tataranieto de Gengis Kan, un personaje al estilo de Claudio a quien su
familia llamaba “El Mulatero” y que los libros de historia mencionan por su
amplio y diversificado interés en la religión. Nacido cristiano nestoriano, fue
bautizado con el nombre de Nicolás y sucesivamente se hizo chamanita, budista,
musulmán chiíta, para abrazar finalmente la fe sunnita. Después de profesar
todas las religiones accesibles, murió de un trastorno digestivo en 1316.
Sultaniya
era su gran pasión. Había pasado buena parte de su infancia cazando en los
ricos pastos que había allí y en 1305 empezó la obra de lo que él quería que
fuese la ciudad más grande y magnífica del mundo. Se levantaron las murallas,
que medían treinta mil pasos de circunferencia, y en su interior apareció como
por ensalmo toda una red de calles. Se alentó a nobles y oficiales a que
construyeran palacios para ellos y casas para los campesinos. El visir e
historiador Rachid ed-Din hizo edificar todo un barrio al que modestamente dio
el nombre de Rachiddya en honor de su persona. En él podían encontrarse
veinticuatro caravasares, una magnífica mezquita, dos alminares, una escuela,
un hospital, mil quinientas tiendas, más de “treinta mil casas fascinantes,
baños salubres, agradables jardines, fábricas de papel y de tejidos, una
fábrica de tintes y una ceca”. Los artesanos y mercaderes fueron trasladados a
la fuerza a la ciudad, y a cada oficio se le asignó su propia calle. Se propuso
que Sultaniya se convirtiera en un centro de peregrinación, para lo cual Uljetu
empezó a construir un enorme mausoleo en el centro de la ciudad destinado a
albergar los cuerpos de los dos santos más importantes del mundo chiíta,
Hussein y Alí, pero su conversión al islamismo sunnita truncó el proyecto de
convertir Sultaniya en la meca chiíta. El mausoleo se convirtió en su propia
tumba.
Muy
pronto el lugar empezó a prospera. El historiador Mustawfi afirmó que en ningún
lugar del mundo se encontraban edificios tan hermosos y que los bazares no
tenían parangón en todo el imperio mongol.
Allí podía encontrase todo lo inimaginable.
Piedras preciosas y costosas especias de la India ; turquesas de Khurasan y Fergana;
lapislázuli y rubíes de Badakhshan; perlas del golfo pérsico; sedas de Gilan y
Mazandaran; añil de Kirman, los magníficos tejidos de Yazd; las telas de
Lombardía y Flandes, seda en rama, brocados, lacas, almizcle, ruibarbo chino,
perros de caza árabes, halcones turcos, sementales de Hijaz…
Incluso había un arzobispo católico.
Sin
embargo la prosperidad fue ilusoria. Con toda su magnificencia, Sultaniya era
la obra de un hombre, y murió con él. El día en que Uljetu fue enterrado,
catorce mil familias abandonaron la ciudad. Les habían obligado a vivir allí
por capricho de un gobernante extranjero, y aprovecharon la primera oportunidad
que se les presentó para marcharse. En verano era fresco y agradable, pero
durante el resto del año hacía un frío insoportable. El suministro de agua era
inadecuado. Quedaba apartada de la ruta principal de la seda y los mercaderes
empezaron a pasar de largo tan pronto como dejaron de obligarles a que se
desviasen. Su esplendor se desvaneció con rapidez. Los sucesores de Uljetu
trasladaron la capital a Tabriz. La población de Sultaniya inició el éxodo; las
casas de adobe fueron arrastradas por la corriente. No quedó ni siquiera el
espectro de la ciudad: simplemente desapareció. Lo único que se conservó fue el
enorme mausoleo de Uljetu.
Lo
primero que vimos fue la enorme cúpula turquesa que resplandecía bajo los
primeros rayos de sol de la mañana. Se erguía en medio de la extensión plana de
una dehesa, solitaria como una montaña artificial de lacrillos y azulejos. El
microbús no tenía ninguna para allí y nos dejo en la carretera principal, a
tres kilómetros, que tuvimos que recorre andando.
La
tumba podría ser considerada en sí misma como una extraordinaria construcción
de cualquier época, pero considerando que es el primer monumento de importancia
que emerge de las cenizas de las invasiones mongoles, merece ocupar un puesto
de honor entre las obras realizadas por el hombre medieval. El mausoleo fue
construido sólo cincuenta años más tarde que la medersa de Sivas, pero ambas
edificaciones están separadas por un gran golfo. En 1320, todas las ideas del
Taj ya estaban expresadas aquí, en las llanuras al este de Tabriz. El Taj no es
más que el refinamiento de Sultaniya, ya que en lo esencial es una repetición
de una idea trescientos años más antigua. Robert Byron escribió que la audaz
imaginación de Uljetu le recordaba a la de Brunelleschi, pero en realidad no
existe una osadía comparable en toda la arquitectura europea. Como si San Pedro
se hubiera construido cincuenta años después que Chartres.”
William Dalrymple. Tras los pasos de Marco Polo.
Edhasa.