GLACIAL
«En la época de su elección, Joseph
Fouché tiene treinta
y dos años. No tiene presencia agradable, ni mucho menos: cuerpo seco, casi
espectralmente esmirriado;
cara de huesos finos y líneas aguzadas; afilada la nariz; afilada y
estrecha también la boca,
siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con
las pupila de un gris felino,
como de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo
así, provisto de una menguada
y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y
verdoso: sin brillo en los
ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo,
rojizas y apenas visibles
las cejas, de una palidez grisácea las mejillas.
Jamás se
colorea ese rostro con un rubor; este hombre tenaz, inauditamente duro para el
trabajo, produce siempre
el efecto de una persona cansada, enferma, convaleciente. Todos los que lo
ven reciben la impresión
de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo
psíquico pertenece a la
raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias,
avasalladoras; no
lo tientan las mujeres, ni el juego; no bebe vino, no se deja llevar por el
despilfarro, no mueve sus
músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se
enoja de manera evidente,
nunca vibra un nervio en su cara. Sólo
para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos;
bajo esa máscara gris, terrosa, aparentemente
desmadejada, nunca se observa
una verdadera tensión; bajo los párpados
pesados los ojos nunca delatan su intención; ni
revela sus
pensamientos un solo gesto.
Esta sangre fría, imperturbable, constituye la
verdadera fuerza
de Fouché. Los nervios no lo dominan,
los sentidos no lo seducen, toda su pasión se carga y se descarga detrás de su
frente impenetrable. Deja
jugar las fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente
que se agote la pasión
de los otros o que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar, entonces,
el golpe inexorable. Esta
superioridad de su paciencia sin nervios
es terrible: el que puede esperar así y ocultarse, bien puede engañar hasta al más
sagaz. Obedecerá tranquilamente,
sin pestañear. Sonriente y helado,
soportará las ofensas más duras, las más viles
humillaciones: ninguna
amenaza, ningún gesto de rabia
conmoverá a este monstruo de la frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se
estrellarán contra esta
calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época,
fluyen y refluyen en mareas
apasionadas mientras él persiste insensible y glacial.»
Stefan Zweig. Fouché, el genio tenebroso. Editorial
Juventud.