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sábado, 5 de marzo de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




GLACIAL


       «En la época de su elección, Joseph Fouché tiene treinta y dos años. No tiene presencia agradable, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas aguzadas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupila de un gris felino, como de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y verdoso: sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez grisácea las mejillas. Jamás se colorea ese rostro con un rubor; este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, produce siempre el efecto de una persona cansada, enferma, convaleciente. Todos los que lo ven reciben la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias, avasalladoras; no lo tientan las mujeres, ni el juego; no bebe vino, no se deja llevar por el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enoja de manera evidente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos; bajo esa máscara  gris, terrosa, aparentemente desmadejada, nunca se observa una verdadera tensión; bajo los párpados pesados los ojos nunca delatan su intención; ni revela sus pensamientos un solo gesto. Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios no lo dominan, los sentidos no lo seducen, toda su pasión se carga y se descarga detrás de su frente impenetrable. Deja jugar las fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente que se agote la pasión de los otros o que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar, entonces, el golpe inexorable. Esta superioridad de su paciencia sin nervios es terrible: el que puede esperar así y ocultarse, bien puede engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y helado, soportará las ofensas más duras, las más viles humillaciones: ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de la frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se estrellarán contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época, fluyen y refluyen en mareas apasionadas mientras él persiste insensible y glacial.»


Stefan Zweig. Fouché, el genio tenebroso. Editorial Juventud.