BAILES POMPEYANOS
Cuando terminamos de desayunar, las
formalidades burocráticas de los pasaportes y la cuarentena estaban listas y
podíamos ir a tierra cuando lo deseáramos. Varias damas inglesas desembarcaron
juntas, con libros de oraciones en las manos, en busca de la iglesia
protestante. Más tarde se quejaron del cochero, que las engañó de la manera más
indignante al seguir un camino indirecto y cobrarles ochenta y cinco liras.
También les propuso que en vez de ir a maitines visitaran unos bailes
pompeyanos. También a mí me vinieron con una proposición similar. En cuanto
desembarqué, un hombrecillo con sombrero de paja se me acercó corriendo y me
saludó con una cordialidad evidente. Tenía la cara morena, de expresión muy
alegre, y su sonrisa era encantadora.
--¡Hola, sí, usted, señor!—exclamó--. ¿Quiere
una guapa mujer?
Le dije que no, que era demasiado temprano
para eso.
--Ah,
pues entonces quiere ver danzas pompeyanas. Casa de cristal. Todas chicas
desnudas. Muy artístico, muy elegante, muy francés.
También me negué, y él siguió proponiéndome
otras diversiones en absoluto adecuadas para una mañana de domingo. Así fuimos
caminando a lo largo del muelle, hasta la hilera de coches en la entrada del
puerto. Allí subí a un pequeño carruaje. El alcahuete trató de subir, pero fue
bruscamente rechazado por el cochero. Le dije a éste que me llevara a la catedral,
pero él me llevo a una casa de perversa naturaleza.
--Ahí
dentro—me dijo el cochero--. Danzas pompeyanas.
--No—repliqué--.
Quiero ir a la catedral.
El cochero se encogió de hombros. Cuando
llegamos a la catedral la tarifa era de ocho liras, pero el suplemento ascendía
a treinta y cinco. Yo carecía de adiestramiento como viajero y, tras un
altercado durante el que intenté absurdamente razonar mi postura, le pagué y
entré en la catedral. Estaba llena de fieles. Uno de ellos interrumpió sus
oraciones y se me acercó.
--Después
de la misa. ¿Quiere ir a ver danzas pompeyanas?
Sacudí la cabeza con la frialdad de un
protestante.
--¿Chicas
bonitas?
Mire hacia otro lado. Él se encogió de
hombros, se santiguó y asumió de nuevo su actitud devota…
Aquella noche, cuando cenábamos en la mesa
del capitán, la señora que se sentaba a mi lado me dijo:
--Ah,
señor Waugh, el conserje del museo me ha hablado de unas antiguas danzas
pompeyanas muy interesantes que, según parece, todavía se bailan. No entendí
del todo lo que me decía, pero me dio la impresión de que valía la pena. Tal
vez usted querría…
--No
sabe cuánto lo siento—repliqué--, pero le he prometido al doctor que jugaríamos
al bridge.
Evelyn Waugh.
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Ediciones Península.
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