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martes, 17 de octubre de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





BAILES POMPEYANOS


Cuando terminamos de desayunar, las formalidades burocráticas de los pasaportes y la cuarentena estaban listas y podíamos ir a tierra cuando lo deseáramos. Varias damas inglesas desembarcaron juntas, con libros de oraciones en las manos, en busca de la iglesia protestante. Más tarde se quejaron del cochero, que las engañó de la manera más indignante al seguir un camino indirecto y cobrarles ochenta y cinco liras. También les propuso que en vez de ir a maitines visitaran unos bailes pompeyanos. También a mí me vinieron con una proposición similar. En cuanto desembarqué, un hombrecillo con sombrero de paja se me acercó corriendo y me saludó con una cordialidad evidente. Tenía la cara morena, de expresión muy alegre, y su sonrisa era encantadora.
--¡Hola, sí, usted, señor!—exclamó--. ¿Quiere una guapa mujer?
Le dije que no, que era demasiado temprano para eso.
         --Ah, pues entonces quiere ver danzas pompeyanas. Casa de cristal. Todas chicas desnudas. Muy artístico, muy elegante, muy francés.
También me negué, y él siguió proponiéndome otras diversiones en absoluto adecuadas para una mañana de domingo. Así fuimos caminando a lo largo del muelle, hasta la hilera de coches en la entrada del puerto. Allí subí a un pequeño carruaje. El alcahuete trató de subir, pero fue bruscamente rechazado por el cochero. Le dije a éste que me llevara a la catedral, pero él me llevo a una casa de perversa naturaleza.
         --Ahí dentro—me dijo el cochero--. Danzas pompeyanas.
         --No—repliqué--. Quiero ir a la catedral.
El cochero se encogió de hombros. Cuando llegamos a la catedral la tarifa era de ocho liras, pero el suplemento ascendía a treinta y cinco. Yo carecía de adiestramiento como viajero y, tras un altercado durante el que intenté absurdamente razonar mi postura, le pagué y entré en la catedral. Estaba llena de fieles. Uno de ellos interrumpió sus oraciones y se me acercó.
         --Después de la misa. ¿Quiere ir a ver danzas pompeyanas?
Sacudí la cabeza con la frialdad de un protestante.
         --¿Chicas bonitas?
Mire hacia otro lado. Él se encogió de hombros, se santiguó y asumió de nuevo su actitud devota…
Aquella noche, cuando cenábamos en la mesa del capitán, la señora que se sentaba a mi lado me dijo:
         --Ah, señor Waugh, el conserje del museo me ha hablado de unas antiguas danzas pompeyanas muy interesantes que, según parece, todavía se bailan. No entendí del todo lo que me decía, pero me dio la impresión de que valía la pena. Tal vez usted querría…
         --No sabe cuánto lo siento—repliqué--, pero le he prometido al doctor que jugaríamos al bridge.


Evelyn Waugh. 
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Ediciones Península.