En París nunca se puede
saber cuándo un día que amanece hermoso seguirá siéndolo. Antes de caer la
tarde todo ha adquirido el tono gris del cielo ahora gris. Bajo este tono, el
domingo se hace inconfundible, igual a todos los domingos de todas las ciudades
del mundo, porque en este día las cosas presentes se parecen tanto a los
recuerdos de ellas mismas que se hace difícil saber dónde acaban unos y dónde
comienzan los otros. Y así como clavados en un recuerdo, en las orillas del
río, al que hemos llegado por el Petit Pont, están los pescadores del Sena como
todos los días. Así los ví en la misma actitud de espera hace algunos años, así
los había visto en mi niñez, así los veo ahora: pacientes y eternos, como si se
reencarnaran constantemente entre nosotros; misteriosos y constantes, esperando
pescar, naturalmente, el pez que nunca queda preso en el anzuelo, porque sólo
la corriente sacude la caña, a intermitencias. Mientras observaba la actitud de
los pescadores del Sena, descubro que Baroja reflexionaba sobre esto mismo
porque agrega a mi pensamiento estas palabras: “Será cuestión de ponerles algún
pececillo de esos de plata a ver lo que pasa”. Y se ríe con mucha gracia.
José Martínez Ruiz “Azorín”.
Pío Baroja.