LA VALLETTA
“A la tercera mañana, poco antes del almuerzo,
avistamos Malta. Hubo cierto retraso para desembarcar, porque uno de los
pasajeros había contraído la varicela. Sólo éramos dos los pasajeros que
desembarcábamos y tuvimos que ir a ver al oficial médico en el salón de primera
clase. Este hombre tuvo unas dificultades infinitas para pronunciar mi nombre y
quiso saber dónde iba a alojarme en Malta. Sólo le dije que aún no había
decidido cuál de los dos hoteles elegiría.
--Decídase
ahora—me apremió--. Tengo que llenar este formulario.
Respondí
que no lo haría hasta que hubiera visto a los directores.
--Los
dos son buenos hoteles, ¿qué más da uno que otro?—replicó.
--Quiero
que me salga gratis—le dije.
El
oficial médico me consideró un personaje muy sospechoso y me dijo que, bajo
pena de prisión, debía presentarme diariamente en el Ministerio de Sanidad
durante mi estancia en La Valletta. Si
no lo hacía así, la policía daría conmigo y me obligaría a presentarme. Le dije
que iría y él me dio el formulario de cuarentena. Aquella misma noche perdí el
documento, no me acerqué al Ministerio de Sanidad y no supe nada más del
asunto.
Fuimos
a tierra en una barcaza y desembarcamos en la aduana. Allí me abordaron dos
jóvenes, ambos de baja estatura, morenos y vivaces, cada uno con una gorra de
visera y un reluciente traje inglés. En la gorra de uno figuraba la inscripción
“Hotel Osborne” y en la del otro “Hotel de Gran Bretaña”. Cada uno llevaba en
la mano la carta que yo había escrito por duplicado, solicitando alojamiento.
Cada uno tomó posesión de una parte de mi equipaje y me dio una tarjeta. Una de
las tarjetas decía:
HOTEL OSBORNE
Strada Mezzodi
Todos los
perfeccionamientos modernos. Agua caliente.
Luz eléctrica.
Excelente cocina.
Frecuentado por
Su Serena Alteza el príncipe
Louis de
Battenberg
y el duque de
Bronte.
En la otra tarjeta leí:
HOTEL DE GRAN
BRETAÑA
Strada Mezzodi
Todos los
perfeccionamientos modernos. Agua caliente y fría.
Luz eléctrica.
Cocina incomparable.
Instalaciones
sanitarias.
El único hotel
con dirección inglesa.
(Uno habría dicho que sería mejor ocultar ese último
hecho que anunciarlo.)
En El Cairo me habían informado de que el Gran
Bretaña era el mejor de los dos, por lo que pedí a su representante que se
hiciera cargo de mi equipaje. El mozo del Osborne agitó mi carta con un gesto
petulante ante mi cara.
--Una
falsificación—le expliqué, asombrado de mi propia doblez.—Me temo que han sido
ustedes engañados por una evidente falsificación.
El
mozo del Gran Bretaña alquiló dos pequeños coches de caballos, me condujo a uno
y él se sentó con el equipaje en el otro. Tenía un dosel bajo y guarnecido con
flecos por encima de la cabeza, así que me resultaba imposible ver gran cosa.
Reparé en que iniciábamos una ascensión larga y escarpada, y que doblábamos
muchas esquinas. En algunas de ellas tuve un atisbo de un santuario barroco, en
otras un repentino panorama a vista de pájaro del Gran Puerto, lleno de barcos
y con las fortificaciones más allá. Subimos, viramos y proseguimos a lo largo
de una ancha calle con tiendas y portales de aspecto importante. Pasamos ante
grupos de mujeres maltesas feísimas, tocadas con un sorprendente sombrero negro
que era mitad velo y mitad paraguas, que es el último legado a la isla de
aquellos caballeros de San Juan con tendencias conventuales. Entonces bajamos
por una estrecha calle y nos detuvimos ante el pequeño porche de hierro y
vidrio del hotel de Gran Bretaña.”
Evelyn Waugh.
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Ediciones Península.