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viernes, 4 de noviembre de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




A ORILLAS DEL MÁRMARA


“Comemos en un restaurante típico. Allí solamente llegan turcos, quietos en sus grandes vestidos negros, severos bajo sus turbantes blancos o verdes. Se lavan las manos y la boca con jabón, en el aguamanos de mármol, y el dueño se evade de sus hornillos para ofrecerles un paño. Inspeccionan las ollas, deciden su elección, luego vienen a sentarse con gravedad. No hablan. En este pequeño local donde se amontonan cinco mesas de cuatro personas, hay un silencio que no pesa nada. Tenemos la impresión de estar entre una compañía muy distinguida. Toda una pared del local cuadrado está hecho con ventanas que dan a la calle; los hornillos se apoyan en ella y las grandes aberturas dejan escapar aromas que expanden por toda la calle el renombre del cafetín. Al lado de los hornillos hay una gran losa de mármol espeso que sirve de aparador, sobre el cual se muestran víveres, tomates, pepinos, judías, melones y sandías –en resumen, todas las cucurbitáceas que enloquecen a los turcos. Se nos sirve una sopa de pasta bien pesada con limón, después unas pequeñas sandías rellenas y arroz apenas reventado, salteado en aceite. Los turcos casi no comen carne. Ciñéndonos al régimen vegetariano, no tienen necesidad de cuchillos; así el cuchillo de mesa es desconocido. A este menú muy rico se añaden siempre algunas tazas de zumos de ruta, zumo de cereza, de pera, de manzana o de uva, que se bebe con cuchara, el vino esta vedado por Mahoma. Los turcos aristocráticos del antiguo régimen, para comer, usan sólo los dedos y un pedazo de pan; se desenvuelven con gran distinción. En todo momento, un chiquillo provisto de un fez, ceñido con un cinturón de lana que le hace parecer tan ancho como alto, corre de uno a otro comensal blandiendo un bastón largo coronado con una enorme crin de papel blanco. Ante el alboroto producido y en medio de la perturbación atmosférica provocada por su artefacto, las moscas se alejan por millares… pero, muy desengañadas, y pronto repuestas de su terror, reinician al poco su ensordecedora ronda.
         Antes de poner pie en tierra de Bizancio, tuve la oportunidad de saborear en Rodosto, pequeño puerto exquisito acostado en la ladera de un cerro a orillas del Mármara, un toque muy turco, pero turco nuevo-régimen.
         Invitado a cenar en casa de unos comerciantes conocidos al azar de un encuentro, pasé la velada con ellos en su jardín. El triunfo de esos señores fue el hacer descender de las tinieblas de un gran árbol una colosal lámpara de gas incandescente, tan grande como una lámpara de arco de la Potzdame Platz en la Brandenburs Thor. “ochocientas velas”, así se proclamó, ¡y se dio la luz! Lo teníamos encima de la nariz, a un metro sobre la mesa. Y hablamos de progreso, de nueva constitución, de civilización. Terminamos con la música y esos señores siempre amables subieron a buscar su instrumento –una mandolina y una guitarra. Un criado llenó la mesa de cuadernos de música. Después se me exigió que dijera mi amor por la música seria, o por la música frívola, por el vals, o por el madrigal. Y como yo no llegara a declararme tan categóricamente, diciendo que me gustaba toda la música, parecieron descontentos, y después de haber afinado los instrumentos durante más de una hora y haber arrugado los innumerables cuadernos de música, tocaron para mí en dos minutos un fragmento que representaba el toque de retreta en un cuartel --¡es decir un son de trompeta y después tambores que poco a poco mueren a lo lejos! Después quisieron llevarme al “Club”, al Club tout court (pronúnciese “Klab”, por favor). Se trataba de una terraza muy hermosa que dominaba el mar. La luna ahogaba en azul las húmedas llanuras… y, de las ventanas abiertas y honradas de luces del Club, estallaba una fanfarria estruendosa, triunfante. Era la fanfarria de los empleados de comercio fundada a raíz del advenimiento de la Constitución.”


Le Corbusier. El viaje de Oriente. Artes Gráficas Soler.