A ORILLAS DEL MÁRMARA
“Comemos en un restaurante típico. Allí
solamente llegan turcos, quietos en sus grandes vestidos negros, severos bajo
sus turbantes blancos o verdes. Se lavan las manos y la boca con jabón, en el
aguamanos de mármol, y el dueño se evade de sus hornillos para ofrecerles un
paño. Inspeccionan las ollas, deciden su elección, luego vienen a sentarse con
gravedad. No hablan. En este pequeño local donde se amontonan cinco mesas de
cuatro personas, hay un silencio que no pesa nada. Tenemos la impresión de
estar entre una compañía muy distinguida. Toda una pared del local cuadrado está
hecho con ventanas que dan a la calle; los hornillos se apoyan en ella y las
grandes aberturas dejan escapar aromas que expanden por toda la calle el
renombre del cafetín. Al lado de los hornillos hay una gran losa de mármol
espeso que sirve de aparador, sobre el cual se muestran víveres, tomates,
pepinos, judías, melones y sandías –en resumen, todas las cucurbitáceas que
enloquecen a los turcos. Se nos sirve una sopa de pasta bien pesada con limón,
después unas pequeñas sandías rellenas y arroz apenas reventado, salteado en
aceite. Los turcos casi no comen carne. Ciñéndonos al régimen vegetariano, no
tienen necesidad de cuchillos; así el cuchillo de mesa es desconocido. A este
menú muy rico se añaden siempre algunas tazas de zumos de ruta, zumo de cereza,
de pera, de manzana o de uva, que se bebe con cuchara, el vino esta vedado por
Mahoma. Los turcos aristocráticos del antiguo régimen, para comer, usan sólo
los dedos y un pedazo de pan; se desenvuelven con gran distinción. En todo momento,
un chiquillo provisto de un fez, ceñido con un cinturón de lana que le hace
parecer tan ancho como alto, corre de uno a otro comensal blandiendo un bastón
largo coronado con una enorme crin de papel blanco. Ante el alboroto producido
y en medio de la perturbación atmosférica provocada por su artefacto, las
moscas se alejan por millares… pero, muy desengañadas, y pronto repuestas de su
terror, reinician al poco su ensordecedora ronda.
Antes
de poner pie en tierra de Bizancio, tuve la oportunidad de saborear en Rodosto,
pequeño puerto exquisito acostado en la ladera de un cerro a orillas del Mármara,
un toque muy turco, pero turco nuevo-régimen.
Invitado
a cenar en casa de unos comerciantes conocidos al azar de un encuentro, pasé la
velada con ellos en su jardín. El triunfo de esos señores fue el hacer
descender de las tinieblas de un gran árbol una colosal lámpara de gas
incandescente, tan grande como una lámpara de arco de la Potzdame Platz en la Brandenburs Thor.
“ochocientas velas”, así se proclamó, ¡y se dio la luz! Lo teníamos encima de
la nariz, a un metro sobre la mesa. Y hablamos de progreso, de nueva constitución,
de civilización. Terminamos con la música y esos señores siempre amables
subieron a buscar su instrumento –una mandolina y una guitarra. Un criado llenó
la mesa de cuadernos de música. Después se me exigió que dijera mi amor por la
música seria, o por la música frívola, por el vals, o por el madrigal. Y como
yo no llegara a declararme tan categóricamente, diciendo que me gustaba toda la
música, parecieron descontentos, y después de haber afinado los instrumentos
durante más de una hora y haber arrugado los innumerables cuadernos de música,
tocaron para mí en dos minutos un fragmento que representaba el toque de
retreta en un cuartel --¡es decir un son de trompeta y después tambores que
poco a poco mueren a lo lejos! Después quisieron llevarme al “Club”, al Club tout
court (pronúnciese “Klab”, por favor). Se trataba de una terraza muy hermosa
que dominaba el mar. La luna ahogaba en azul las húmedas llanuras… y, de las
ventanas abiertas y honradas de luces del Club, estallaba una fanfarria estruendosa,
triunfante. Era la fanfarria de los empleados de comercio fundada a raíz del
advenimiento de la
Constitución.”
Le Corbusier. El
viaje de Oriente. Artes Gráficas Soler.