KAIETEUR
“En la
cima de Kaieteur había una posada que se conservaba en buen estado. Había sido
erigida, igual que la que se encontraba en Amatuk, cuando una compañía de
Georgetown proyectó un servicio regular de turistas que ya no se llevaba a
cabo. (Una mujer llamada McTurk había puesto todo su empeño dando facilidades a
aquellos que quisieran subir, pero a estas alturas las cataratas no disponían
de ningún responsable ni de instalaciones). Había varios nombres e iniciales
grabados en la pared. Sobers dijo que traía buena suerte dejar alguna huella de
la presencia allí. Gerry se mostró escéptico ante sus palabras.
--Muchos
ya estar muertos –puntualizó.
La
inscripción más reciente databa de enero de ese mismo año y decía: “Alfredo
Sacramento, escritor y trotamundos murió aquí de hambre”.
Winter me
había contado la historia de este hombre. Portugués, apareció en Georgetown en
Navidad sin aspiraciones artísticas pero con ganas de ser un trotamundos. Vivía
de vender postales firmadas con su autorretrato. No es la primera persona que
conozco que se gana la vida de esta manera. En una ocasión conocí en Venecia a
un danés barbudo que hacía lo mismo. De vez en cuando sale también alguna
entrevista en los periódicos ingleses sobre alguien que ha circunnavegado la tierra
con éxito de esta forma. La mayoría de estos viajeros llevan consigo una carta
de recomendación, verdadera o falsa, escrita por algún catedrático, que, traducida
a seis idiomas, pone de manifiesto ser una promesa literaria. Provistos de esta
carta y de una maleta cargada de fotografías de sí mismos vestidos en traje de
explorador, emprenden su viaje alrededor del mundo. No estoy seguro de si
alguno de ellos escribe un libro al regresar a casa, pues la experiencia de
estos viajeros se reduce mayoritariamente a una monótona ronda de visitas a los
cafés a la caza de clientes, encarcelaciones y deportaciones, y colas en los
consulados y en las oficinas de inmigración. (Le dimos una lista al danés
barbudo de todas las direcciones y números a los que debía llamar cuando
viniese a Inglaterra, pero a día de hoy todavía no he tenido noticias suyas).
Sacramento
pronto agotó su paciencia y la curiosidad que sentía por Georgetown y charlando
con unos negros en una licorería, estos le contaron las leyendas doradas acerca
de la hospitalidad de los indios y de los rancheros. Quiso saber cómo llegar a
aquellos lugares y los negros le explicaron que existía una carretera sin
grandes dificultades y directa que llegaba hasta Brasil; en cada apeadero podría
encontrar un poblado indio donde era poco probable que le compraran sus
retratos pero en cambio se encargarían de darle de comer o de echarle una mano
en lo que necesitase. El pobre hombre se creyó toda la historia y comenzó a
informarse de cómo llegar hasta Kaieteur. Daba la casualidad de que se
hospedaba por aquel entonces en Georgetown un doctor canadiense, que impulsado
por las maravillas que había leído acerca de Kaieteur en una revista de divulgación,
había decidido emprender viaje hasta la Guayana.
Al llegar a la estación, el doctor pidió un billete hasta las
cataratas. Defraudado pero decidido al descubrir que la expedición iba a ser
mucho más compleja de lo que había imaginado, consiguió un barco que le llevara
hasta allí. Los patrones de barco siempre agradecen que les echen una mano para
subir el río de manera que Sacramento pudo obtener un pasaje gratis a cambio de
remar y ayudarles con la carga. Realizó el viaje en compañía del doctor, que
cuando hubo visitado las cataratas y sacado un carrete entero de fotos, bajó
(rompiéndose accidentalmente una costilla por el camino) dejándole solo arriba
del todo. Sacramento buscó la carretera prometida que debía recorrer los
poblados indios pero pronto descubrió que en realidad no existía; el altiplano
iba a parar a la impenetrable densidad del bosque; el único barco que había en
el embarcadero era el de Winter, demasiado pesado para ser puesto a flote y
menos aún para ser impulsado corriente arriba por una sola persona. Sacramento
de pronto se encontró sin provisiones y sin posibilidad de salir de aquel lugar
hasta que llegase el próximo turista, quizás dentro de seis meses.
Afortunadamente,
Winter estaba de camino de vuelta a las excavaciones de diamantes y diez días
más tarde se encontró al pobre Sacramento a punto de morir de inanición y
envenenado al haber ingerido raíces y frutas del bosque. Winter se ocupó de
alimentarle cada día aumentado progresivamente la dosis de comida hasta hacerle
recuperar la salud, y entonces lo envió de vuelta a Amatuk en su barco, pero
Sacramento no demostró excesiva gratitud por todo ello. Al recuperar las
fuerzas recuperó también sus ansias de conocer mundo y no había manera de
convencerle de que de ninguna forma podría alcanzar Brasil sin la ayuda de un
guía y desprovisto de reservas como pensaba viajar, de que los indios vivían en
asentamientos desperdigados y de que eran en realidad gente huraña, que no
estaba dispuesta a dar comida a los extranjeros desconocidos incluso cuando podían
permitírselo. Sacramento regresó convencido, vivo, pero lleno de resentimiento.”
Evelyn Waugh.
Noventa y dos días.
Ediciones del Viento.