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viernes, 1 de marzo de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






KAIETEUR


“En la cima de Kaieteur había una posada que se conservaba en buen estado. Había sido erigida, igual que la que se encontraba en Amatuk, cuando una compañía de Georgetown proyectó un servicio regular de turistas que ya no se llevaba a cabo. (Una mujer llamada McTurk había puesto todo su empeño dando facilidades a aquellos que quisieran subir, pero a estas alturas las cataratas no disponían de ningún responsable ni de instalaciones). Había varios nombres e iniciales grabados en la pared. Sobers dijo que traía buena suerte dejar alguna huella de la presencia allí. Gerry se mostró escéptico ante sus palabras.
--Muchos ya estar muertos –puntualizó.
La inscripción más reciente databa de enero de ese mismo año y decía: “Alfredo Sacramento, escritor y trotamundos murió aquí de hambre”.
Winter me había contado la historia de este hombre. Portugués, apareció en Georgetown en Navidad sin aspiraciones artísticas pero con ganas de ser un trotamundos. Vivía de vender postales firmadas con su autorretrato. No es la primera persona que conozco que se gana la vida de esta manera. En una ocasión conocí en Venecia a un danés barbudo que hacía lo mismo. De vez en cuando sale también alguna entrevista en los periódicos ingleses sobre alguien que ha circunnavegado la tierra con éxito de esta forma. La mayoría de estos viajeros llevan consigo una carta de recomendación, verdadera o falsa, escrita por algún catedrático, que, traducida a seis idiomas, pone de manifiesto ser una promesa literaria. Provistos de esta carta y de una maleta cargada de fotografías de sí mismos vestidos en traje de explorador, emprenden su viaje alrededor del mundo. No estoy seguro de si alguno de ellos escribe un libro al regresar a casa, pues la experiencia de estos viajeros se reduce mayoritariamente a una monótona ronda de visitas a los cafés a la caza de clientes, encarcelaciones y deportaciones, y colas en los consulados y en las oficinas de inmigración. (Le dimos una lista al danés barbudo de todas las direcciones y números a los que debía llamar cuando viniese a Inglaterra, pero a día de hoy todavía no he tenido noticias suyas).
Sacramento pronto agotó su paciencia y la curiosidad que sentía por Georgetown y charlando con unos negros en una licorería, estos le contaron las leyendas doradas acerca de la hospitalidad de los indios y de los rancheros. Quiso saber cómo llegar a aquellos lugares y los negros le explicaron que existía una carretera sin grandes dificultades y directa que llegaba hasta Brasil; en cada apeadero podría encontrar un poblado indio donde era poco probable que le compraran sus retratos pero en cambio se encargarían de darle de comer o de echarle una mano en lo que necesitase. El pobre hombre se creyó toda la historia y comenzó a informarse de cómo llegar hasta Kaieteur. Daba la casualidad de que se hospedaba por aquel entonces en Georgetown un doctor canadiense, que impulsado por las maravillas que había leído acerca de Kaieteur en una revista de divulgación, había decidido emprender viaje hasta la Guayana. Al llegar a la estación, el doctor pidió un billete hasta las cataratas. Defraudado pero decidido al descubrir que la expedición iba a ser mucho más compleja de lo que había imaginado, consiguió un barco que le llevara hasta allí. Los patrones de barco siempre agradecen que les echen una mano para subir el río de manera que Sacramento pudo obtener un pasaje gratis a cambio de remar y ayudarles con la carga. Realizó el viaje en compañía del doctor, que cuando hubo visitado las cataratas y sacado un carrete entero de fotos, bajó (rompiéndose accidentalmente una costilla por el camino) dejándole solo arriba del todo. Sacramento buscó la carretera prometida que debía recorrer los poblados indios pero pronto descubrió que en realidad no existía; el altiplano iba a parar a la impenetrable densidad del bosque; el único barco que había en el embarcadero era el de Winter, demasiado pesado para ser puesto a flote y menos aún para ser impulsado corriente arriba por una sola persona. Sacramento de pronto se encontró sin provisiones y sin posibilidad de salir de aquel lugar hasta que llegase el próximo turista, quizás dentro de seis meses.
Afortunadamente, Winter estaba de camino de vuelta a las excavaciones de diamantes y diez días más tarde se encontró al pobre Sacramento a punto de morir de inanición y envenenado al haber ingerido raíces y frutas del bosque. Winter se ocupó de alimentarle cada día aumentado progresivamente la dosis de comida hasta hacerle recuperar la salud, y entonces lo envió de vuelta a Amatuk en su barco, pero Sacramento no demostró excesiva gratitud por todo ello. Al recuperar las fuerzas recuperó también sus ansias de conocer mundo y no había manera de convencerle de que de ninguna forma podría alcanzar Brasil sin la ayuda de un guía y desprovisto de reservas como pensaba viajar, de que los indios vivían en asentamientos desperdigados y de que eran en realidad gente huraña, que no estaba dispuesta a dar comida a los extranjeros desconocidos incluso cuando podían permitírselo. Sacramento regresó convencido, vivo, pero lleno de resentimiento.”



Evelyn Waugh. 
Noventa y dos días. 
Ediciones del Viento.