ESTOCOLMO
En el muelle, por la tarde, solía haber,
amarrados por la popa, treinta o cuarenta pailebotes, goletas, bergantines.
Estos barcos ofrecían una estampa magnifica y la arboladura, el cordaje, los
estayes, los mástiles y las velas y el pequeño instrumento izado en el punto mapas
alto del palo mayor para indicar la dirección del viento, los visillos blancos
de la cámara de popa, los barriles y las anclas, me trasportaban cien años
atrás, a la época en que los viajes y el mar aún eran un misterio. Estos barcos
solían batir bandera finlandesa o sueca y llegaban cargados de astillas de
abeto. Llegaban muy cargados, con una carga de cubierta imponente, el casco a
flor de agua y, una vez fondeados y lanzada la palanca, se formaba un pequeño
grupo alrededor del patrón, que bajaba a tierra. El capitán vendía la leña y
acto seguido empezaba la descarga, que se efectuaba en pequeñas grúas,
accionadas a mano, de un anacronismo delicioso. Estos trabajos antiguos, la
vivacidad del mercado, el magnífico olor a resina de los troncos de abeto –un
olor fresco, casi helado— hacía que los muelles de Strandvägen fuesen, a mis
gusto uno de los lugares más agradables de Estocolmo. Solía pasar por allí
entre dos luces –o sea a media tarde--, a la hora en que las transacciones eran
más animadas. Los imponentes marinos finlandeses, rubios, con sus ojos de
almendra, un puñal colgado en la cintura, eran una nota feroz y pintoresca. De
las pequeñas chimeneas de hojalata de las goletas salía un hilillo de humo que
me traía, a veces, nostalgias remotas de otras ollas de pescado, en aquel
momento inasequibles.
Josep Pla. Cartas de Lejos.
Ediciones Destino.