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viernes, 3 de abril de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






DE PASO EN GEORGETOWN


“No sé cómo se forjó la leyenda de que los hombres que administran territorios lejanos se caracterizan por su “fuerza y parquedad”. Lo contradice el testimonio de la experiencia. Algunos puede que empiecen siendo fuertes e incluso retienen una cierta enjutez en su edad adulta, pero la mayoría de ellos, cuando alcanzan alguna relevancia al servicio del Rey Emperador, son objeto de alguna que otra denuncia. En cuanto a su silencio, parece variar en relación inversamente proporcional a su distancia de la civilización. Para encontrar silencio uno debe ir a los comedores que hay a las afueras de Londres: los hombres que viven en grandes espacios abiertos, según mi experiencia, son asilvestradamente parlanchines; me he dado cuenta de que muchos de ellos adquieren la costumbre de habar con ellos mismos o con los perros y con los nativos, igualmente ajenos a su lengua. Y lo que es más hablan sobre cualquier tema: recuerdos personales, sus sueños, dieta y digestión, ciencia historia moralidad y teología. Aunque principalmente de teología. Parece ser la obsesión que aguarda a todo hombre solitario. Sacas cualquier tema grosero con un borrachín de la calle, aficionado al ron, y en diez minutos te está probando o rebatiendo la doctrina del pecado original.
Mr. Bain, aunque infatigable en su tarea, no era un hombre fuerte; frecuentes ataques de fiebre lo habían dejado consumido y sin sangre en las venas, y además sufría constantes ataques de asma terribles que le mantenían despierto prácticamente toda la noche, salvo una o dos horas. Tampoco era un hombre callado. Durante las quince noches que pasé a su lado habló de forma exhaustiva sobre todos los temas imaginables, con ansiedad, seguridad, entusiasmo, no siempre con exactitud o precisión, a veces apenas con congruencia, inagotablemente; con una imaginación exacerbada, con vertiginosos cambios en su manera de pesar e inquietantes efectos escénicos, con un vocabulario que combinaba de manera extraña la jerga que acostumbraba utilizar entre sus subordinados y las palabras más largas y menos frecuentes que había encontrado impresas en alguna parte. Como digo, hablaba sobre cualquier tema en cualquier momento, pero sobre todo hacía conjeturas metafísicas o contaba anécdotas. Siempre se presentaba a sí mismo en estas últimas de un modo prominente, y era entonces que sus gestos se volvían histriónicos al máximo. El diálogo estaba dispuesto en tu totalidad mediante la oratio recta: nunca ”le ordene que se fuera de una vez” sino “le dije vete, rápido, vete”, y con estas palabras el dedo de Mr. Bain se disparaba acusante, su cuerpo se estiraba y enervaba, y sus ojos se afilaban hasta tal punto que empecé a temer que fuera a sufrir algún tipo de ataque.
Un rasgo incesante –y lamentablemente poco común—de los recuerdos de Mr. Bain, era que a diferencia de la mayoría de la gente, que recuerda todas las injusticias con las que se ha topado, él recordaba y retenía también cada palabra de aprobación, el cariño que recibió de sus padres siendo niño, el premio en geometría que le otorgaron en el colegio, la mención de honor que obtuvo en la escuela de formación profesional por su habilidad para el dibujo, numerosas muestras espontáneas de aprecio por parte de muchos conocidos a lo largo de su vida, la devoción por parte de sus subordinados y la confianza de sus superiores; el deleite con el que el gobernador revisó sus informes oficiales; los testimonios de los convictos que incidían en la imparcialidad, clemencia y sabiduría de sus sentencias judiciales. Todas estás experiencias permanecían vívidas y relucientes en su memoria y todas, o casi todas, tuve el privilegio de escucharlas.
Me parecía que muchas de sus historias ponían a prueba los límites de la credibilidad, como por ejemplo que tenía un caballo que podía bucear o que tenían un consejero que contrató a un loro que le traía información. El pájaro, contaba Mr. Bain, se adelantaba volando y luego volvía para posarse sobre el hombro del indio y susurrarle al oído lo que había visto, quién andaba por la carretera y dónde se podía encontrar agua. No creo que Mr. Bain estuviera engañándome deliberadamente sino que al igual que cualquier persona que disfruta contando anécdotas, llega un momento que no sabía distinguir entre lo que realmente había ocurrido y las historietas inventadas que había contado tantas veces como ciertas. Resulta molesto que a uno le chafen su historia: pronto caí en la mezquina y exasperante manía de desmontar y cuestionar sus historias, lo que normalmente desenterraba las mentiras aceptadas.”


Evelyn Waugh. 
Noventa y dos días. 
Ediciones del Viento.