DE PASO EN GEORGETOWN
“No sé cómo se forjó la leyenda de que los hombres que administran
territorios lejanos se caracterizan por su “fuerza y parquedad”. Lo contradice
el testimonio de la experiencia. Algunos puede que empiecen siendo fuertes e
incluso retienen una cierta enjutez en su edad adulta, pero la mayoría de
ellos, cuando alcanzan alguna relevancia al servicio del Rey Emperador, son
objeto de alguna que otra denuncia. En cuanto a su silencio, parece variar en
relación inversamente proporcional a su distancia de la civilización. Para
encontrar silencio uno debe ir a los comedores que hay a las afueras de
Londres: los hombres que viven en grandes espacios abiertos, según mi
experiencia, son asilvestradamente parlanchines; me he dado cuenta de que
muchos de ellos adquieren la costumbre de habar con ellos mismos o con los
perros y con los nativos, igualmente ajenos a su lengua. Y lo que es más hablan
sobre cualquier tema: recuerdos personales, sus sueños, dieta y digestión,
ciencia historia moralidad y teología. Aunque principalmente de teología.
Parece ser la obsesión que aguarda a todo hombre solitario. Sacas cualquier
tema grosero con un borrachín de la calle, aficionado al ron, y en diez minutos
te está probando o rebatiendo la doctrina del pecado original.
Mr. Bain, aunque infatigable en su tarea, no era un hombre fuerte;
frecuentes ataques de fiebre lo habían dejado consumido y sin sangre en las
venas, y además sufría constantes ataques de asma terribles que le mantenían
despierto prácticamente toda la noche, salvo una o dos horas. Tampoco era un
hombre callado. Durante las quince noches que pasé a su lado habló de forma
exhaustiva sobre todos los temas imaginables, con ansiedad, seguridad, entusiasmo,
no siempre con exactitud o precisión, a veces apenas con congruencia,
inagotablemente; con una imaginación exacerbada, con vertiginosos cambios en su
manera de pesar e inquietantes efectos escénicos, con un vocabulario que
combinaba de manera extraña la jerga que acostumbraba utilizar entre sus
subordinados y las palabras más largas y menos frecuentes que había encontrado
impresas en alguna parte. Como digo, hablaba sobre cualquier tema en cualquier
momento, pero sobre todo hacía conjeturas metafísicas o contaba anécdotas.
Siempre se presentaba a sí mismo en estas últimas de un modo prominente, y era
entonces que sus gestos se volvían histriónicos al máximo. El diálogo estaba
dispuesto en tu totalidad mediante la oratio recta: nunca ”le ordene que se
fuera de una vez” sino “le dije vete, rápido, vete”, y con estas palabras el
dedo de Mr. Bain se disparaba acusante, su cuerpo se estiraba y enervaba, y sus
ojos se afilaban hasta tal punto que empecé a temer que fuera a sufrir algún
tipo de ataque.
Un rasgo incesante –y lamentablemente poco común—de los recuerdos
de Mr. Bain, era que a diferencia de la mayoría de la gente, que recuerda todas
las injusticias con las que se ha topado, él recordaba y retenía también cada
palabra de aprobación, el cariño que recibió de sus padres siendo niño, el premio
en geometría que le otorgaron en el colegio, la mención de honor que obtuvo en
la escuela de formación profesional por su habilidad para el dibujo, numerosas
muestras espontáneas de aprecio por parte de muchos conocidos a lo largo de su
vida, la devoción por parte de sus subordinados y la confianza de sus
superiores; el deleite con el que el gobernador revisó sus informes oficiales; los
testimonios de los convictos que incidían en la imparcialidad, clemencia y
sabiduría de sus sentencias judiciales. Todas estás experiencias permanecían
vívidas y relucientes en su memoria y todas, o casi todas, tuve el privilegio
de escucharlas.
Me parecía que muchas de sus historias ponían a prueba los límites
de la credibilidad, como por ejemplo que tenía un caballo que podía bucear o
que tenían un consejero que contrató a un loro que le traía información. El
pájaro, contaba Mr. Bain, se adelantaba volando y luego volvía para posarse
sobre el hombro del indio y susurrarle al oído lo que había visto, quién andaba
por la carretera y dónde se podía encontrar agua. No creo que Mr. Bain
estuviera engañándome deliberadamente sino que al igual que cualquier persona
que disfruta contando anécdotas, llega un momento que no sabía distinguir entre
lo que realmente había ocurrido y las historietas inventadas que había contado
tantas veces como ciertas. Resulta molesto que a uno le chafen su historia:
pronto caí en la mezquina y exasperante manía de desmontar y cuestionar sus
historias, lo que normalmente desenterraba las mentiras aceptadas.”
Evelyn Waugh.
Noventa y dos días.
Ediciones del Viento.
Noventa y dos días.
Ediciones del Viento.