La
orden de reemplazar al guionista de una película no generaba en
Irving Thalberg o David Selznick más congoja que la sentida por un
entrenador de fútbol cuando sustituye a un delantero en el descuento
del partido, aunque siempre era un consuelo que te cayera en suerte
la redacción final sancionada por el mandamás de turno, pues en ese
caso sabías que ninguna otra mano tenía ya potestad para hacer
cambios ulteriores. Cuando la generación pionera de los magnates
cinematográficos inició su lenta retirada a mediados de los
cuarenta, nosotros empezamos a acariciar la nebulosa idea de que, en
un medio menos jerárquico y mecanizado como el que vaticinábamos,
los escritores tendrían más posibilidades de escoger sus proyectos
y de hallar colaboradores o financiación. Nadie podía sospechar
entonces que, lista negra aparte, el futuro nos depararía una
mengua, no un aumento, en el estatus de los guionistas.
Ring
Lardner Jr.