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miércoles, 29 de marzo de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



DIOSES ROMANOS


            “No cabe duda de que las festividades religiosas, subvencionadas por las finanzas públicas, gozaban del clamor popular; pero Gaston Boissier peca de excesivo optimismo cuando ensalza la piedad de los romanos. Entre los festejos que más gustaban a las gentes sencillas, es evidente que estaban las fiestas religiosas, porque “eran alegres, bulliciosas y parecían pertenecerles”. Pero no deberíamos hacernos ilusiones sobre los sentimientos que les despertaban tales festividades. Por su afición a las borracheras y a los bailes que, con motivo de la fiesta de Anna Perenna, se realizaban todos los años en la orilla del Tíber, no debemos deducir que sintieran una sincera e iluminada adoración esta antigua diosa latina; sería tan imprudente como medir el alcance y la profundidad del catolicismo de París por la afluencia de parisinos al Réveillon. Sin embargo, no faltan indicios de la constancia con que la burguesía romana siguió cumpliendo en los tiempos del Imperio sus deberes hacia las divinidades reconocidas por el Estado. Por ejemplo, un “conservador” como Juvenal, que dice despreciar las supersticiones extranjeras, en un primer momento aparece profundamente unido a la religión nacional y, con el tiempo, parece seguir amándola de una forma sincera, ya que su sátira XII comienza con la bella descripción de uno de sus sacrificios en la Triada Capitolina:

Más dulce que el aniversario de mi nacimiento me es, Corvinus, este día en que el altar de hierba espera con aire de fiesta a los animales prometidos a los dioses. Llevo a la Reina un cordero blanco como la nieve; otro, de vellón semejante, le ofreceré a la diosa que en los combates se cubre con la máscara de la Gorgona líbica. Más allá, reservada a Júpiter Tarpeyo, una víctima impetuosa tiende y sacude su cuerda y agita su testuz amenazante, becerro ya bravo, maduro para los templos y para el altar, al que habrá de regar un vino puro, criatura que ya se avergüenza de mamar de la ubre materna y con su cornamenta incipiente hostiga el tronco de los árboles. Si gozara de una fortuna tan grande como mi amor, traería al sacrificio un toro más grande que Hispulla, pues quiero festejar el regreso de un amigo que aún tiembla por los terribles peligros que ha debido correr y está asombrado de permanecer con vida…

            Pero releamos atentamente estos exquisitos versos. No es a los dioses a quienes dirige su profundo fervor: los dedica a ensalzar el paisaje campestre donde se prepara la ofrenda, a los animales domésticos que va a inmolar y cuya belleza aprecia como propietario y poeta y, sobre todo, al amigo cuyo inesperado regreso quiere festejar, ofreciéndole en esta clara y apetecible descripción el humo del festín al que ha sido invitado en señal de júbilo. Sin embargo, las divinidades que ocupan el fondo oscuro de este retrato quedan relegadas a segundo plano, bien por medio de una mediocre perífrasis, como Minerva, bien a través de una cualificación ritual, como Juno Reina, o utilizando un epíteto puramente geográfico, como en el caso de Júpiter, cuyo templo sobre el Capitolio dominaba, como todo el mundo sabe, la Roca Tarpeya. Es posible, incluso, que Juvenal tuviera dificultades para describir a sus dioses; puede que sus rasgos se le hubieran borrado y no fueran para él mas que entidades que relegaba a la mitología, pues “no es cierto que haya en ningún lugar unos manes y un reino subterráneo, ni una barca de Caronte, ni ranas negras en la sima de Estigia, ni que una sola barca sea suficiente para transbordar tantos miles de muertos; ya ni los niños lo eran, excepto aquellos que aún no tienen edad para pagar su entrada a los Baños…”.
         Juvenal no era el único en mostrar escepticismo. Éste se había apoderado de la gente sencilla hasta tal punto que aquellos que aún tenían fe deploraban la indiferencia que mostraba la mayoría de los ciudadanos hacia unos dioses que, por falta de trabajo, se habían convertido en “holgazanes” –pedes lanatos--. Las grandes damas –stolatae—ya “no se preocupan más de Júpiter que de un mal espíritu”; los más importantes y más conformistas contemporáneos de Juvenal tampoco les prestan mayor atención. Si bien “practicaban” tanto como él, grandes hombres como Tácito o Plinio el Joven no “creían” mucho más. Tácito, pretor con Domiciano y cónsul y procónsul de Asia con Trajano, hubo de oficiar muchas ceremonias de politeísmo oficial; por otra parte, su aversión a los judíos no era menor que la que mostraba Juvenal. Pero esto sólo pone de manifiesto su teórica ortodoxia, ya que no es la creencia judía en un “Dios eterno y supremo, irrepresentable e inmortal” lo que parece abominar. Y en su Germania deja traslucir su admiración por esa tribu bárbara que se niega a encarcelar a sus dioses en el interior de unas murallas y a representarlos bajo forma humana por temor a ultrajar su grandeza, que prefiere consagrar su culto en los bosques y montes de su territorio, “identificando esas misteriosas soledades donde acuden a adorarlos sin verles con la idea misma de la divinidad”. Esta simpatía inconfesada por las creencias de ambos pueblos es lo que nos revela en Tácito a un pagano descreído.”


Jérôme Carcopino. La vida cotidiana en Roma… Ediciones Temas de Hoy.