DIOSES ROMANOS
“No
cabe duda de que las festividades religiosas, subvencionadas por las finanzas públicas,
gozaban del clamor popular; pero Gaston Boissier peca de excesivo optimismo cuando
ensalza la piedad de los romanos. Entre los festejos que más gustaban a las
gentes sencillas, es evidente que estaban las fiestas religiosas, porque “eran
alegres, bulliciosas y parecían pertenecerles”. Pero no deberíamos hacernos
ilusiones sobre los sentimientos que les despertaban tales festividades. Por su
afición a las borracheras y a los bailes que, con motivo de la fiesta de Anna
Perenna, se realizaban todos los años en la orilla del Tíber, no debemos
deducir que sintieran una sincera e iluminada adoración esta antigua diosa latina;
sería tan imprudente como medir el alcance y la profundidad del catolicismo de
París por la afluencia de parisinos al Réveillon. Sin embargo, no faltan
indicios de la constancia con que la burguesía romana siguió cumpliendo en los
tiempos del Imperio sus deberes hacia las divinidades reconocidas por el
Estado. Por ejemplo, un “conservador” como Juvenal, que dice despreciar las supersticiones
extranjeras, en un primer momento aparece profundamente unido a la religión nacional
y, con el tiempo, parece seguir amándola de una forma sincera, ya que su sátira
XII comienza con la bella descripción de uno de sus sacrificios en la Triada Capitolina :
Más dulce que el aniversario de mi nacimiento me es, Corvinus, este
día en que el altar de hierba espera con aire de fiesta a los animales
prometidos a los dioses. Llevo a la
Reina un cordero blanco como la nieve; otro, de vellón semejante,
le ofreceré a la diosa que en los combates se cubre con la máscara de la Gorgona líbica. Más allá,
reservada a Júpiter Tarpeyo, una víctima impetuosa tiende y sacude su cuerda y
agita su testuz amenazante, becerro ya bravo, maduro para los templos y para el
altar, al que habrá de regar un vino puro, criatura que ya se avergüenza de
mamar de la ubre materna y con su cornamenta incipiente hostiga el tronco de
los árboles. Si gozara de una fortuna tan grande como mi amor, traería al
sacrificio un toro más grande que Hispulla, pues quiero festejar el regreso de
un amigo que aún tiembla por los terribles peligros que ha debido correr y está
asombrado de permanecer con vida…
Pero
releamos atentamente estos exquisitos versos. No es a los dioses a quienes
dirige su profundo fervor: los dedica a ensalzar el paisaje campestre donde se
prepara la ofrenda, a los animales domésticos que va a inmolar y cuya belleza
aprecia como propietario y poeta y, sobre todo, al amigo cuyo inesperado
regreso quiere festejar, ofreciéndole en esta clara y apetecible descripción el
humo del festín al que ha sido invitado en señal de júbilo. Sin embargo, las
divinidades que ocupan el fondo oscuro de este retrato quedan relegadas a
segundo plano, bien por medio de una mediocre perífrasis, como Minerva, bien a
través de una cualificación ritual, como Juno Reina, o utilizando un epíteto
puramente geográfico, como en el caso de Júpiter, cuyo templo sobre el
Capitolio dominaba, como todo el mundo sabe, la Roca Tarpeya. Es posible, incluso,
que Juvenal tuviera dificultades para describir a sus dioses; puede que sus
rasgos se le hubieran borrado y no fueran para él mas que entidades que
relegaba a la mitología, pues “no es cierto que haya en ningún lugar unos manes
y un reino subterráneo, ni una barca de Caronte, ni ranas negras en la sima de
Estigia, ni que una sola barca sea suficiente para transbordar tantos miles de
muertos; ya ni los niños lo eran, excepto aquellos que aún no tienen edad para
pagar su entrada a los Baños…”.
Juvenal no era el único
en mostrar escepticismo. Éste se había apoderado de la gente sencilla hasta tal
punto que aquellos que aún tenían fe deploraban la indiferencia que mostraba la
mayoría de los ciudadanos hacia unos dioses que, por falta de trabajo, se
habían convertido en “holgazanes” –pedes lanatos--. Las grandes damas –stolatae—ya
“no se preocupan más de Júpiter que de un mal espíritu”; los más importantes y
más conformistas contemporáneos de Juvenal tampoco les prestan mayor atención. Si
bien “practicaban” tanto como él, grandes hombres como Tácito o Plinio el Joven
no “creían” mucho más. Tácito, pretor con Domiciano y cónsul y procónsul de
Asia con Trajano, hubo de oficiar muchas ceremonias de politeísmo oficial; por
otra parte, su aversión a los judíos no era menor que la que mostraba Juvenal. Pero
esto sólo pone de manifiesto su teórica ortodoxia, ya que no es la creencia judía
en un “Dios eterno y supremo, irrepresentable e inmortal” lo que parece
abominar. Y en su Germania deja traslucir su admiración por esa tribu bárbara
que se niega a encarcelar a sus dioses en el interior de unas murallas y a
representarlos bajo forma humana por temor a ultrajar su grandeza, que prefiere
consagrar su culto en los bosques y montes de su territorio, “identificando
esas misteriosas soledades donde acuden a adorarlos sin verles con la idea
misma de la divinidad”. Esta simpatía inconfesada por las creencias de ambos
pueblos es lo que nos revela en Tácito a un pagano descreído.”
Jérôme
Carcopino. La vida cotidiana en Roma…
Ediciones Temas de Hoy.