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domingo, 19 de marzo de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE









EN DORDRECHT


Aparte del paisaje nevado, las nubes y las aguas bordeadas de árboles del Merwede, de los días que siguieron recuerdo poco más que los nombres de las ciudades en las que dormí. Debí de salir tarde de Dordrecht: Sliedrecht, mi próxima parada, solo está a unos pocos kilómetros, y Gorinchen, la siguiente, no se encuentra mucho más lejos. Conservo en la memoria algunos muros antiguos, calles adoquinadas, una barbacana y gabarras amarradas a lo largo del río, pero lo que recuerdo con más nitidez es el calabozo del pueblo. Alguien me había dicho que, en Holanda, los viajeros humildes podían pasar la noche en las comisarías de policía, y era cierto. Sin decir palabra, un guardia me hizo entrar en una celda y dormí allí, tapado hasta las orejas con la manta, sobre una tabla de madera fijada en la pared con unos goznes y asegurada por medio de dos cadenas bajo un bosque de vulgares dibujos e inscripciones. Incluso me dieron un tazón de café con leche y una rebanada de pan antes de partir. Menos mal que puse «estudiante» en mi pasaporte: era un amuleto y un «Ábrete, Sésamo». De acuerdo con la tradición europea, esa palabra evocaba a un personaje juvenil, necesitado y serio, espoleado a lo largo de las carreteras de Óccidente por la sed de aprendizaje, y así, a pesar de su ánimo exaltado y la tendencia a entonar canciones de borrachos en latín macarrónico, un firme candidato a recibir auxilio


Patrick Leigh Fermor.
El tiempo de los regalos.
Peninsula.