DALANTABAD
“Hacia el atardecer pasamos cerca de un espectro de
ciudad, la antiguamente célebre Dalantabad, en la que murió expatriado, hace
trescientos años, el último de los sultanes de Golconda y que, desde lejos,
recuerda a la torre de Babel, según la representan las viejas estampas. Una
ciudad-montaña, un templo-fortaleza, un roquedo que los hombres de antaño
habían recortado, amurallado, casi regularizado, desde el vértice hasta la
base, y que asombra más aún que las pirámides de Egipto en medio de sus arenas.
Centenares de tumbas desmoronadas en sus cercanías; no se sabe cuántas murallas
almenadas, erizadas de puntas, rodeándose las unas a las otras, en torno al
peñón gigantesco. Hemos entrado franqueando dobles puertas formidables,
provistas, como las de Golconda, de puntas de hierro. Pero, dentro, nadie;
silencio, ruinas, árboles secos, esqueletos de bananos con sus haces de raíces
pendientes de los alto de las ramas, como largas cabelleras. Y hemos salido por
otras puertas dobles, tan inútiles como las primeras, y de aspecto no menos
feroz.
Por el Este, se extienden hasta el horizonte llanuras
rocosas, y es preciso subir hasta ellas por vericuetos, echando pie a tierra,
caminado tras la carretera perezosa. Era la hora del crepúsculo vespertino; la
hora del inalterable esplendor rojo en este país que va a morir falto de nubes.
Dalantabad, la feroz ciudad-montaña, con sus torres, con su montón de murallas
y de templos, parecía ascender al mismo tiempo que nosotros, perfilándose en pleno
cielo, en un deslumbramiento de apoteosis, en tanto que se extendía siempre más
la muda inmensidad de las llanuras, rojizas, como incendiadas, en las que nada
indicaba ya la vida.
Otro grupo de ruinas nos esperaba aún sobre la
meseta, Rozas, ciudad muy musulmana ciudad de mezquitas abandonadas, de
esbeltos alminares fusiformes. Multitud de cúpulas funerarias llenan las
proximidades de sus grandes fortificaciones, que aparecen ante nosotros en el
crepúsculo. A lo largo de sus muertas calles, en las que era ya casi de noche,
algunos personajes con turbantes yacían sentados sobre las piedras: últimos
habitantes obstinados, ancianos retenidos entre sus muros por la santidad de
las mezquitas.
Después, durante cerca de una hora, nada más que la
monotonía de las rocas y la obscura extensión en el gran silencio de la tarde….
Y, de pronto, una cosa, tan sorprendente y tan
imposible que llega casi a infundir pavor en el primer momento, antes de
haberlo comprendido. ¡El mar!... ¡El mar, ante nosotros, sabiendo como sabemos
que estamos en Nizam, en la parte central de la India ! Una cortadura, a pico,
en el suelo de las mesetas, y el inquieto infinito aparece, extendido por todas
partes. Lo dominamos desde lo alto de una inmensa escarpadura, al borde de la
cual pasa nuestro camino: y, al mismo tiempo, nos llega desde abajo una fuerte
brisa, una brisa menos cálida, como una brisa del mar…
Pero todo ello no eran más que llanuras, llanuras
abrasadas, pulverizadas, sobre las cuales paseaba el viento ondas de polvo y de
arena, formando como olas y brumas.”
Pierre Loti. La India.
Editorial Cervantes.