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domingo, 21 de julio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE


















DALANTABAD


“Hacia el atardecer pasamos cerca de un espectro de ciudad, la antiguamente célebre Dalantabad, en la que murió expatriado, hace trescientos años, el último de los sultanes de Golconda y que, desde lejos, recuerda a la torre de Babel, según la representan las viejas estampas. Una ciudad-montaña, un templo-fortaleza, un roquedo que los hombres de antaño habían recortado, amurallado, casi regularizado, desde el vértice hasta la base, y que asombra más aún que las pirámides de Egipto en medio de sus arenas. Centenares de tumbas desmoronadas en sus cercanías; no se sabe cuántas murallas almenadas, erizadas de puntas, rodeándose las unas a las otras, en torno al peñón gigantesco. Hemos entrado franqueando dobles puertas formidables, provistas, como las de Golconda, de puntas de hierro. Pero, dentro, nadie; silencio, ruinas, árboles secos, esqueletos de bananos con sus haces de raíces pendientes de los alto de las ramas, como largas cabelleras. Y hemos salido por otras puertas dobles, tan inútiles como las primeras, y de aspecto no menos feroz.
Por el Este, se extienden hasta el horizonte llanuras rocosas, y es preciso subir hasta ellas por vericuetos, echando pie a tierra, caminado tras la carretera perezosa. Era la hora del crepúsculo vespertino; la hora del inalterable esplendor rojo en este país que va a morir falto de nubes. Dalantabad, la feroz ciudad-montaña, con sus torres, con su montón de murallas y de templos, parecía ascender al mismo tiempo que nosotros, perfilándose en pleno cielo, en un deslumbramiento de apoteosis, en tanto que se extendía siempre más la muda inmensidad de las llanuras, rojizas, como incendiadas, en las que nada indicaba ya la vida.
Otro grupo de ruinas nos esperaba aún sobre la meseta, Rozas, ciudad muy musulmana ciudad de mezquitas abandonadas, de esbeltos alminares fusiformes. Multitud de cúpulas funerarias llenan las proximidades de sus grandes fortificaciones, que aparecen ante nosotros en el crepúsculo. A lo largo de sus muertas calles, en las que era ya casi de noche, algunos personajes con turbantes yacían sentados sobre las piedras: últimos habitantes obstinados, ancianos retenidos entre sus muros por la santidad de las mezquitas.
Después, durante cerca de una hora, nada más que la monotonía de las rocas y la obscura extensión en el gran silencio de la tarde….
Y, de pronto, una cosa, tan sorprendente y tan imposible que llega casi a infundir pavor en el primer momento, antes de haberlo comprendido. ¡El mar!... ¡El mar, ante nosotros, sabiendo como sabemos que estamos en Nizam, en la parte central de la India! Una cortadura, a pico, en el suelo de las mesetas, y el inquieto infinito aparece, extendido por todas partes. Lo dominamos desde lo alto de una inmensa escarpadura, al borde de la cual pasa nuestro camino: y, al mismo tiempo, nos llega desde abajo una fuerte brisa, una brisa menos cálida, como una brisa del mar…
Pero todo ello no eran más que llanuras, llanuras abrasadas, pulverizadas, sobre las cuales paseaba el viento ondas de polvo y de arena, formando como olas y brumas.”


Pierre Loti. La India. Editorial Cervantes.