EL LORO
Un viejo armador danés recordaba los días de su
juventud y cómo una vez, cuando tenía dieciséis años, se pasó una noche en un
burdel de Singapur. Había ido con los marineros del barco de su padre y se sentó
a charlar con una anciana china. Cuando ella oyó decir que era natural de un país
muy lejano trajo un viejo loro que le pertenecía. Contó que hacía mucho, mucho
tiempo, se lo había regalado un noble inglés que había sido su amante en su
juventud. El muchacho pensó que el loro podía tener hasta cien años. Podía
decir frases en todos los idiomas del mundo, aprendidas en la atmósfera
cosmopolita de la casa. Pero el amante de la mujer china le había enseñado una
frase antes de regalárselo, que ella no entendía, ni ningún visitante le había
podido decir qué significaba. Así que llevaba muchos años preguntándolo. Pero
como el muchacho era de tan lejos quizá fuera en su idioma y pudiera traducirle
la frase.
El muchacho
quedó profunda, extrañamente conmovido por la sugerencia. Cuando miró al loro y pensó que podía oír danés
de aquel terrible pico estuvo a punto de marcharse corriendo de la casa. Sólo
se quedó por ayudar a la anciana china. Pero cuando ella hizo que el loro
dijera su frase, resultó ser en griego clásico. El pájaro dijo sus palabras muy
lentamente, y el muchacho sabía lo suficiente de griego como para reconocerlas;
eran unos versos de Safo:
La
luna y la Pléyades
se han puesto,
y medianoche
es pasada,
y las
horas huyen, huyen,
y yo
estoy echada, sola.
La anciana, cuando él le tradujo los versos, chasqueó
los labios e hizo girar sus ojos rasgados. Le pidió que se los dijera otra vez
y movió la cabeza.
Isak
Dinesen. Lejos de África. Ediciones Alfaguara.