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viernes, 12 de julio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL LORO


Un viejo armador danés recordaba los días de su juventud y cómo una vez, cuando tenía dieciséis años, se pasó una noche en un burdel de Singapur. Había ido con los marineros del barco de su padre y se sentó a charlar con una anciana china. Cuando ella oyó decir que era natural de un país muy lejano trajo un viejo loro que le pertenecía. Contó que hacía mucho, mucho tiempo, se lo había regalado un noble inglés que había sido su amante en su juventud. El muchacho pensó que el loro podía tener hasta cien años. Podía decir frases en todos los idiomas del mundo, aprendidas en la atmósfera cosmopolita de la casa. Pero el amante de la mujer china le había enseñado una frase antes de regalárselo, que ella no entendía, ni ningún visitante le había podido decir qué significaba. Así que llevaba muchos años preguntándolo. Pero como el muchacho era de tan lejos quizá fuera en su idioma y pudiera traducirle la frase.
         El muchacho quedó profunda, extrañamente conmovido por la sugerencia.  Cuando miró al loro y pensó que podía oír danés de aquel terrible pico estuvo a punto de marcharse corriendo de la casa. Sólo se quedó por ayudar a la anciana china. Pero cuando ella hizo que el loro dijera su frase, resultó ser en griego clásico. El pájaro dijo sus palabras muy lentamente, y el muchacho sabía lo suficiente de griego como para reconocerlas; eran unos versos de Safo:

La luna y la Pléyades se han puesto,
y medianoche es pasada,
y las horas huyen, huyen,
y yo estoy echada, sola.

La anciana, cuando él le tradujo los versos, chasqueó los labios e hizo girar sus ojos rasgados. Le pidió que se los dijera otra vez y movió la cabeza.


Isak Dinesen. Lejos de África. Ediciones Alfaguara.