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lunes, 10 de diciembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






CORFÚ


“Al cabo de diez días de estancia en Atenas, sentí nostalgia de volver a Corfú. La guerra había comenzado, pero como los italianos habían anunciado su intención de permanecer neutrales, no veía razón para no volver a la isla y aprovechar hasta el máximo los días que quedaban de verano. Al llegar encontré a los griegos movilizados en la frontera albanesa. Cada vez que salía o entraba en la ciudad tenía que obtener un salvoconducto de la Policía. Karamenaios continuaba vigilando la playa desde su pequeña choza de cañas situada junto a la orilla. Nicola volvería pronto al pueblo de montaña para abrir la escuela. Se abría un maravilloso período de soledad. No tenía nada que hacer sino dejar pasar el tiempo. Spiro me envió a su hijo Lillis para que me diera lecciones de griego. Luego Lillis volvió a la ciudad, y me quedé solo. Era la primera vez en mi vida que estaba verdaderamente solo. Fue una experiencia que me produjo una enorme satisfacción. Al atardecer me paraba ante la casa de Nicola para charlar con él unos minutos y escuchar lo que decía sobre la guerra. Después de cenar, Karamenaios se dejaba caer por mi casa. Para nuestros intercambios lingüísticos disponíamos de un fondo de unas cincuenta palabras. Como pronto descubrí, no necesitábamos ni ésas siquiera. Hay mil maneras de hablar, y las palabras de nada sirven si el espíritu está ausente. Karamenaios y yo estábamos deseosos de hablar. Me daba igual que habláramos de la guerra o de cuchillos y tenedores. A veces nos dábamos cuenta de que una palabra o una frase que habíamos estado empleando durante días, él en inglés y yo en griego, tenía un significado completamente distinto al que creíamos. No importaba. Nos entendíamos igual aunque usáramos mal las palabras. Podía aprender cinco palabras nuevas una tarde y olvidar seis u ocho durante mi sueño. Lo importante era el afectuoso apretón de manos, el brillo de la mirada, las uvas que devorábamos juntos, el vaso que levantábamos en signo de amistad. De vez en cuando me excitaba y, usando una mezcla de inglés, griego, alemán, francés, choctaw, swahili o cualquier otro idioma que creía serviría para mi propósito, valiéndome de la silla, la mesa, la cuchara, la lámpara o el cuchillo del pan, le representaba una escena de mi vida en Nueva York, París, Londres, Chula Vista, Canarsie, Hackensack o en otro lugar en que jamás había estado, o donde había ido en sueños o cuando estaba dormido en la mesa de operaciones. Me sentía en tan buena forma, tan versátil y acrobático, que me subía a la mesa y me ponía a cantar en un idioma desconocido, o saltaba de la mesa a la cómoda y de la cómoda a la escalera, o me balanceaba en las vigas del techo, o hacía cualquier otra cosa para entretenerle, para divertirle y conseguir que se desternillase de risa. En el pueblo me tenían por viejo debido a mi calvicie y a mis canas. Nadie ha visto a un viejo hacer lo que hacía. «El viejo se va a bañar», decían, «El viejo sale en barca». Siempre «el viejo». Si estallaba una tormenta y sabían que me encontraba en medio del agua, enviaban a alguno a vigilar para que «el viejo» regresara sin daño. Si decidía dar una caminata por las colinas, Karamenaios se ofrecía a acompañarme para que no me sucediera nada malo. Si encallaba en cualquier parte, bastaba con decir que era americano para que doce manos se aprestaran a ayudarme. Salía por la mañana en busca de nuevas calas y entradas en donde bañarme. Nunca encontraba alma viviente. Era como Robinson Crusoe en su isla de Tobago. Durante largas horas permanecía tumbado al sol, sin hacer nada, sin pensar en nada. Mantener la mente vacía es una proeza, una proeza muy saludable. Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absoluta y completamente indiferente al destino del mundo, es la más hermosa medicina que uno puede tomar. Poco a poco se suelta la cultura libresca; los problemas se funden y se disuelven; los ligámenes se rompen; el pensamiento, cuando uno se digna entregarse a él, se hace muy primitivo; el cuerpo se transforma en un nuevo y maravilloso instrumento; se mira a las plantas, a las piedras y a los peces con ojos diferentes; se pregunta uno a qué conducen las luchas frenéticas en que están envueltos los hombres; se sabe que hay guerra, pero no se tiene la menor idea de cuál es la causa o el porqué la gente disfruta matándose los unos a los otros; se mira a un lugar como Albania —lo tenía constantemente bajo mis ojos— y uno se dice: ayer era griega, hoy es italiana, mañana puede ser alemana o japonesa, y uno la deja ser lo que le plazca. Cuando se está de acuerdo consigo mismo, importa poco la bandera que flota sobre nuestra cabeza, o a quien pertenezca esa u otra cosa, o que se hable inglés o monongahela. No hay dicha más singular ni más grande que la ausencia de periódicos, la ausencia de noticias sobre lo que los hombres hacen en diferentes partes del mundo para que la vida sea pasadera o difícil. Estoy seguro de que si pudiéramos suprimir los periódicos tan sólo, daríamos un gran paso adelante. Los periódicos engendran mentiras, odio, codicia, envidia, sospecha, temor, malicia. No necesitamos la verdad tal como nos la sirve la prensa diaria. Lo que necesitamos es paz, soledad y ocio. Si pudiéramos ir todos a la huelga y sinceramente repudiar todo interés por lo que hace nuestro vecino, tal vez lograríamos un nuevo nivel de vida. Aprenderíamos a pasar sin teléfonos, radios y periódicos, sin máquinas de toda clase, sin fábricas, sin factorías, sin minas, sin explosivos, sin acorazados, sin políticos, sin abogados, sin latas de conserva, sin esto y lo otro, incluso sin hojas de afeitar, cigarrillos o dinero. Ya sé que esto es sueño, humo y nada más. La gente sólo va a la huelga para obtener oportunidades mejores para convertirse en otra cosa de lo que es.”


Henry Miller. El coloso de Marusi. Editorial Seix Barral.