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viernes, 7 de diciembre de 2012

OBITER DICTUM






Viajar por vocación se considera aquí indicio de extravagancia; algo que se acerca a manía. Y es porque, en concepto del español, todo viaje representa una suma de padecimientos y de gastos muy superior a los goces que puede reportar.
Hablando en general, yo creo que no van descaminados los que tal presuponen. Para disfrutar viajando se necesita poseer una fuerte educación, o colectiva, como la del pueblo inglés, o individual: una cultura que comprenda nociones completas de historia, de arqueología, de crítica artística; otra cultura, que dicte la urbanidad más exquisita, unida a la reserva más grave en el trato con las gentes a quienes forzosamente se encuentra y habla el viajero; la firmeza mayor para hacer valer su derecho, y la rectitud más desinteresada para respetar el ajeno; la precaución más cauta en los ajustes, y la oportuna generosidad en las gratificaciones; el valor para arrostrar los peligros, y la prudencia para sortearlos, y, por último (no me cansaré de recordar esto a mis compatriotas), la locuacidad para averiguar lo que conviene saber y el mutismo ante todo lo que sea murmuración, impertinente curiosidad, conato de investigar lo que a nadie importa.
El español tiene la graciosa costumbre de intimar con los compañeros de viaje; de abrirles el corazón; de hablar en las mesas de las fondas como si estuviesen en su casa, y disputar rabiosamente con gentes a quienes no conoce ni ha visto nunca, y cuya opinión, por lo tanto, debiera importarle tres cominos.
En cierta mesa redonda ocurrió, no ha mucho, un curioso incidente.
Sentábase en ella una dama a quien, mientras estuvo presente, colmaron de exageradas atenciones dos o tres caballeros (uno de ellos ocupaba puesto oficial). Despidiose la dama a los postres y se retiró a su habitación, y los… ¿caballeros? Quedaron de sobremesa y entre chupada y chupada de cigarro, poniendo a la antes obsequiada señora como digan dueñas.
Hallábase presente un inglés que, aunque trataba a la señora lo mismo que la trataban sus despellejadores, se había contentado con dirigirle una rígida inclinación de cabeza al verla entrar. No obstante, al oír a los maldicientes, dio el inglés señales de impaciencia, y acabó por advertirles que aquella conversación le parecía muy inconveniente.
Como el más calumniador de todos (el del puesto oficial) replicase con desabrimiento, el inglés se levantó; de un revés de su ancha manaza arrojó al individuo contra la pared y, sin descomponerse ni apresurarse, salió del comedor a largas zancajadas… ¿Ustedes creerán que por eso se corrigieron ni aquél ni los demás indiscretos que en viaje hablan como en el gabinete de su propia casa, y aún peor, si a mano viene? ¡Quiá! Manos había de tener el inglés que los abofetease a todos.”


Emilia Pardo Bazán.