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jueves, 4 de julio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






LA CHISTERA AGONIZA


“¡El sombrero de copa desparece, el sombrero de copa se muere, el sombrero de copa agoniza!... Y esta vez ya no son los poetas malhumorados los que lo proclaman tomando por realidades sus deseos. Esta vez habla la estadística con su lenguaje inatacable de cifras. ¡Si el pobre Oscar Wilde viviese aún, con cuánta alegría hubiera leído los datos comerciales que ahora publican las revistas graves! Porque el gran artista inglés conservó hasta el último día de su existencia atormentada el odio por la chistera que le hizo conquistar en Londres su fama juvenil.
--Mi única obra que ha tenido éxito universal –decíame hace ya más de diez años Wilde, cuando fui a verlo por primera vez a ese mismo departamento del hotel de Capucines en que ahora se hospeda mi amigo Don Ángel Estrada (hijo)—mi única obra universal es mi sátira contra el sombrero de copa.
Yo confieso, sin embargo, que de tal obra no conozco sino el título. Pero tengo muy presentes, eso sí, los gestos de repugnancia con que el gran poeta tomaba su chistera y se la ponía.
--No hay despotismo igual al de este armatoste –murmuraba—pues odiándolo tenemos que llevarlo sobre nuestras cabezas.
Hoy el despotismo ya menos terrible. La habilidad de los árbitros de la moda masculina ha descubierto que los sombreros de fieltro flexible, cuando tienen un fondo de seda, pueden llevarse con smoking y que, para visitas que no son de etiqueta, un hongo basta. En cuanto a los chapeos románticos de anchas alas, que ayer estaban reservados a los bohemios, hoy, gracias al ejemplo del rey Eduardo, todos los elegantes los llevan. Los “panamás” triunfan en toda la línea y los sombreros de paja se venden cada día más.
¡Solo las chisteras no se venden!
Esto lo digo yo con entusiasmo, pero los comerciantes lo dicen con tristeza y los sastres lo murmuran con melancolía.
--Ya no se venden las chisteras! –exclama un “grand tailleur” ante un repórter que va a interrogarle—pues eso significa, señor, que la época de la distinción ha terminado. Sin sombrero de seda, ninguna levita va bien, ninguna “jaquette” es elegante, ningún gabán sienta… La chistera es el talón de lo correcto. Un pueblo que quiere ser distinguido, debe usar cada día más chisteras.”



Enrique Gómez Carrillo. La vida parisiense. Biblioteca Ayacucho.

martes, 2 de julio de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






AMANECIDA EN MADRID


      Del puente de Vallecas
el carro del trapero trae la aurora.

La alcantarilla –frío, sueño y hambre-
desmesuradamente abre la boca.

La estatua está en la plaza
-petrificado guardia de la porra-
como un mojón mojado
señalando los barrios y las horas.

Serenos fugitivos
pastores de silencios y de sombras
buscando van su cuervo de Altamira
en húmedas tabernas cochambrosas.

Legañosos tranvías,
troles adormecidos. Luz lechosa
de aguardiente en el agua. Mil manubrios
tuestan café en el ritmo de la polka.

Triunfo de barrenderos, de beatas,
guardias y perros, carros, templo, lonjas.
Todo el suburbio asalta
la ciudad dormilona.

Una voz viene de Guadalajara
¡Oriente! ¡Stock de mitos y de auroras!

De todos los balcones
saluda al día un agitar de alfombras.


                                                      Francisco Vighi.

lunes, 1 de julio de 2013

ALLÁ EN LAS INDIAS




EN EL FUEGO DE LA GUARDIA


       “Llegados los çinco días de plazo señalado de los chalcas y mexicanos, dixo Monteçuma a Çihuacoatl Tlacaeleltzin: "¿Qué os paresçe que se haga agora? ¿Si será bueno bayan otros nuebos soldados de rrefresco al conbate con los balerosos capitanes y soldados?" Partidos los delanteros como guardas y miradores, escuchas, la parte que llaman Techichco, y bisto a los chalcas, dixeron los mexicanos: "Chalcas, siempre abéis de beniros aquí a parar. ¿Qué es buestra pretençión?" Dixeron los chalcas: "Es, enfín, nras tierras. Emos de mirallas y guardallas". Dixeron los mexicanos: "Agora lo beremos si lleuaréis a cuestas uras tierras o las dexaréis de grado o de fuerça. Por eso, chalcas, mirá lo que hazéis, uno ni nenguno a de boluer a su tierra". Y començó luego el estruendo y bozería, alaridos, con tanto ynpitu los mexicanos hizieron los binieron a ençerrar la parte que llaman Acaquilpan. Començando a apretallos más rrezio, los lleuaron a los chalcas hasta Tlapitzahuayan. Entonçes los chalcas di dixeron: "Mexicanos, bueno está agora. De aquí a çinco días bolueréis, que aquí os aguardaremos en este lugar, porque para tonçes çelebramos la fiesta de nro dios Camaxtli y para tonçes haremos nra fiesta y bosotros nos adornaréis con buestra sangre nro templo. Yd agora a descansar, que xamás çesaremos hasta la fin". Llegados a Mexico Tenuchtitlam, cuentan a Monteçuma todo lo proçedido la guerra con los chalcas y como queda aplazada la última batalla para dentro de çinco días, con amenazas los chalcas les hizieron de que para tonçes an de çelebrar la fiesta de su dios de ellos, Camaxtli, "y abíam con nra sangre de derramarla por todo su templo". Y dixeron: "Muy bien, que dios más abentaxado es el nro, Huitzilopuchtli huei tetzahuitl. Que ellos dixeron harán de nosotros, lo emos de hazer de ellos, y no solamente su sangre sino echallos en el fuego de la guardia de nro dios". Llegados al quarto del plazo, llamaron Monteçuma y Çihuacoatl Tlacaeleltzin a los balerosos capitanes Tlacateecatl y a Tlacochcalcatl, dixéronles: "Mirá, preçiados mexicanos, que no a de quedar uno ni nenguno de los mexicanos si no fueren los muy biexos y niños y muchachos de diez años, porque hasta los de doze años an de yr a esta guerra, stos lleuarán cargados las armas y matalotaxe y lleuarán sogas para amarrar a los prendidos y bençidos en la guerra de los chalcas.”


Hernando Alvarado Tezozómoc. 
Crónica Mexicana.

viernes, 28 de junio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EL PRIMER CANTO DE AMOR


“Mientras yo estaba trabajando en el Museo de Antigüedades Orientales de Estambul, di por casualidad con una pequeña tableta que llevaba el número 2461. Era a fines del año 1951. Durante varias semanas había ido examinando, con más o menos premura, cajones enteros de tablillas, buscando la manera de identificar los textos literarios desconocidos e inéditos que allí yo iba descubriendo, y de averiguar, si ello fuera posible, a qué composición, a qué conjunto estaba ligado cada uno de ellos. Me esforcé en desbrozar el terreno y hacer una primera selección. Sabía de sobras que aquel año no tendría tiempo de copiar todas las tablillas; tenía que contentarme, por lo tanto, con las más importantes.
Cuando percibí, en uno de los cajones, entre otras muchísimas piezas, esa pequeña tablilla marcada con el número 2461, quedé sorprendido por su aspecto, por su estado de perfecta conservación. Me di cuenta enseguida de que se trataba de un poema de muchas estrofas, en el que se cantaba la belleza del amor; una gozosa desposada celebraba en él a un rey llamado Shu-Sin (un rey que había reinado en el país de Sumer, hará unos 4.000 años). Leí y releí el texto; no había duda: lo que yo tenía en la mano era ni más ni menos que uno de los más antiguos poemas de amor que jamás se hubiesen escrito. Pero pronto pude comprobar que no se trataba de un canto de amor profano. La pareja que en el poema se evocaba no era una pareja de amantes ordinarios, sino de amantes «consagrados»: el Rey y su Esposa «ritual». En fin, comprendí que se trataba de un poema que debía de haberse recitado durante la celebración de la santísima ceremonia, del antiquísimo rito sumerio que se llamaba el «Matrimonio sagrado». Cada año, de conformidad con las prescripciones religiosas, el soberano estaba obligado a «casarse» con una de las sacerdotisas de Inanna, la diosa del amor, y de la procreación, con objeto de asegurar la fertilidad de las tierras y la fecundidad de las hembras. Esa ceremonia tenía lugar el primer día del año, e iba precedida de fiestas y de banquetes, acompañados de música, de cantos y de danzas. El poema inscrito en la pequeña tablilla de  Estambul  había  sido recitado,  verosímilmente, en ocasión de una de esas fiestas de Año Nuevo por la elegida del rey Shu-Sin.

En la cámara llena de miel,
Deja que gocemos de tu radiante hermosura;
León, déjame que te acaricie;
Mi caricia amorosa es más suave que la miel.

Esposo, tú has tomado tu placer conmigo;
Díselo a mi madre, y ella te ofrecerá golosinas;
A mi padre, y te colmará de regalos.

Tu alma, yo sé cómo alegrar tu alma;
Esposo, duerme en nuestra casa hasta el alba.
Tu corazón, yo sé cómo alegrar tu corazón;
León, durmamos en nuestra casa hasta el alba.

Tú, ya que me amas, Dame, te lo ruego, tus caricias.
Mi señor dios, mi señor protector,              
Mi Shu-Sin, que alegra el corazón de Enlil,
Dame, te lo ruego, tus caricias.

Tu sitio dulce como la miel.
te ruego que pongas tu mano encima de él,
Pon tu mano encima de él como sobre una capa-gishban,
Cierra en copa tu mano sobre él
como sobre una capa-gishban-sikin.
Éste es un poema-balbale de Inanna.”


Samuel Noah Kramer. La historia empieza en Sumer. Ediciones Orbis.

lunes, 24 de junio de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






A QUIEN PUEDA INTERESAR


Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas
obras que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida


                                  José Emilio Pacheco.

martes, 18 de junio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






RECUERDO


“Nací en Bucarest, pero el mismo año de mi nacimiento trasladaron a mi padre de guarnición y marchamos a Ramnic. Allí es donde se sitúan mis primeros recuerdos. Vivíamos en una casa con numerosas habitaciones. Recuerdo que había acacias bajo las ventanas. Detrás de la casa estaba el patio y un huerto, que me parecía inmenso por los albaricoqueros, los ciruelos, los membrilleros. Mi recuerdo más antiguo es de la época en que apenas tenía tres años. Me veo revolcándome con mi hermano por la hierba en compañía de un gran perro blanco llamado “Picú”. A nuestro lado, sentada en un taburete, mi madre charlando con la vecina. A este primer recuerdo le sigue otro. Era por la tarde. Estábamos en el andén de la estación esperando a una tía que llegaba de Bucarest. Había mucha gente. Me habían dado un croissant, que sostenía en la mano y que no me atrevía a comer de los enorme y prodigioso que me parecía. Lo contemplaba orgulloso, lo exhibía como un trofeo. Al entrar el tren en la estación, nuestro pequeño grupo se agitó y quedé solo un instante. Apareció entonces delante de mí, surgido de no sé dónde, un niño de cinco o seis años. Me arrancó el croissant, me miró un instante sonriendo, le dio un mordisco y desapareció entre la gente. Mi sorpresa fue tal que permanecí parado en el sitio, con la boca abierta, horrorizado por esa astucia y esa audacia cuyo pode acababa de revelárseme.
         Otro recuerdo de mis primeros años son los paseos a caballo por los bosques y viñedos de los alrededores de Ramnic. Cuando el coche se paraba al borde de un camino, a la sombra de árboles cargados de frutos, subía al asiento para coger ciruelas. Andando un día a cuatro patas por la hierba del bosque, vi un lagarto azul verdoso brillante, y pasamos el lagarto y yo largo rato inmóviles ambos, mirándonos. No sentía ningún miedo, y sin embargo mi corazón latía a toda velocidad, tal era mi alegría al haber descubierto un animal tan extraño y desconocido, de belleza tan misteriosa.”

Mircea Eliade. 
Memoria
Taurus Ediciones.

sábado, 15 de junio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EL INGLÉS DE NÁPOLES



Nápoles, 22 de mayo de 1787

         Hoy me ha ocurrido una agradable aventura que me dio bastante que pensar y que merece ser contada.
Una dama que ya durante mi anterior estancia se mostró muy atenta conmigo, me rogó presentarme por la tarde a las cinco en punto en su casa, porque un inglés deseaba hablar conmigo acerca de mi Werther.
         Hace medio año, aunque le hubiese tenido el doble de aprecio, mi respuesta habría sido negativa; pero el hecho de aceptar me permitió comprobar que el viaje a Sicilia había tenido un efecto provechoso en mí.
         Por desgracia es tan grande la ciudad y son tantas las cosas por ver que subí las escaleras de su casa con un retraso de un cuarto de hora; me hallaba pisando la esterilla de caña delante de su puerta cuando ésta se abrió antes de que tocara la campanilla, y salió un hombre bien parecido, de mediana edad, en el que reconocí de inmediato al inglés.
         --¡Usted es el autor del Werther!  --dijo apenas me vio.
Lo afirmé y pedí disculpas por no haber llegado antes.
--No podía esperar ni un momento más –respondió--. Lo que tengo que decirle es muy breve y lo haré aquí mismo. No quiero repetir lo que miles de personas le han dicho, además, la obra no me ha impresionado tanto como a otros. Pero siempre que me detengo a pensar lo que se necesita para escribirla, me maravillo de nuevo.
Quise responderle algo para expresar mi gratitud, pero me dejó con la palabra en la boca y exclamó:
--No puedo demorarme ni un instante más, se ha cumplido mi deseo de decirle esto personalmente, ¡que le vaya bien y sea feliz! --Y corrió escaleras abajo.
Durante un rato me quedé reflexionando sobre estos halagos y finalmente toqué la campanilla. La dama se mostró contenta al saber de nuestro encuentro y elogió a aquel hombre raro y singular.


Johann W. Goethe. Viaje a Italia. Ediciones B.

viernes, 14 de junio de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






SAN MARTINO DEL CARSO


Di queste case
Non è rimasto
Che qualche
Brandello di muro

Di tanti
Che mi corrispondevano
Non è rimasto
Neppure tanto

Ma nel cuore
Nessuna croce manca

E’ il mio cuore
Il paese più straziato.


                      Giuseppe Ungaretti

miércoles, 12 de junio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EN LA LLANURA DE LOS DIOSES


         “Entré andando al parque Karl Marx y me dirigí a la anónima plazoleta que antes había llevado el nombre de Lenin. Un busto de Marx, envuelto en un remolino de pelo y barba, con las escarpadas cejas de un señor de la guerra mongol, resplandecía aún en el camino. Alguien había puesto a sus pies un clavel rojo. Más allá, en el camino, se alineaban puestos de skashlik y arroz pilaf que apenas vendía nada y restaurantes vacíos que en Moscú hubieran estado abarrotados.
         Crucé el canal rellenado que había dividido la ciudad zarista de la nativa y entré en el vacío que en otro tiempo constituyera la plaza más grande de la Unión Soviética. Caía una fina llovizna. Más que una plaza parecía una llanura informe salpicada de monumentos, ministerios y jardines empequeñecidos y seccionada por calles. En el extremo más lejano apenas se divisaba una pareja nupcial que rodeaba la tumba al soldado desconocido. Sólo el mismo dios, el Lenin de bronce mayor del mundo, amenazador desde su plataforma de quince metros de altura, tras regimientos de fuentes, intentaba dominar aquella tremenda extensión. Pero sus gestos no tenían sentido. Todo el mundo sabía ya que sus ojos entrecerrados miraban a la nada. El rollo de papel que agarraba contenía un terrible error. La superficie asfaltada que había frente a él había sido marcada para el desfile de los soldados del 1 de mayo, veintitrés días atrás, pero ahora la tribuna que había a sus pies estaba vallada y llevaba el rótulo «Cerrado por obras».
         --Pronto se lo llevarán –había dicho el conductor del taxi--. Pero nadie sabe qué poner en su lugar.
         Un hombre yacía entre los rosales cercanos y la lluvia le caía en la cara. Me pregunté si estaría enfermo, pero cuando me incliné hacia él, sólo murmuró:
         --Camarada… --Y volvió a cerrar los ojos, borracho.
         Me senté en un banco bajo los árboles mientras la lluvia arreciaba alrededor de la inmensa estatua. En la inexpresiva plaza todas las certidumbres se habían desvanecido. Estaba más vacía que nunca. Unas mujeres sorteaban los charcos bajo brillantes paraguas y un policía leía un periódico mojado. Me subí el cuello para protegerme de las inclemencias del tiempo mientras la lluvia empezaba a caer sobre mí desde las copas de los árboles de modo constante e inexorable.
         Un mes después la estatua de Lenin había desaparecido de allí.


Colin Thubron. El corazón perdido de Asia. Ediciones Península.

lunes, 10 de junio de 2013

OBITER DICTUM






“Yo he conocido un viejo famélico y haraposo, que dormía durante la mañana en los bancos del Retiro y pasaba la tarde y las noches en las casas de juego. Comía las sobras de los otros jugadores, asistía con preferencia a los círculos donde le obsequiaban con algún café, como punto fuerte, y cuando perdía, que era la más de las veces, ocultábase por unos instantes en el lugar más nausaeabundo de la casa, y extraía billetes de Banco de sus zapatos rotos, del sudador del grasiento sombrero, de las ropas haraposas, esparciendo sobre el tapete verde una parte de sus pegajosos habitantes.

       --El dinero se ha hecho para jugar—decía sentenciosamente--. Y lo que quede, si queda algo… para comer.”


Blasco Ibañez.

jueves, 6 de junio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





NADA HA QUEDADO


Todo alimentaba la amargura de mis sinsabores: Lucile era desdichada; mi madre no me consolaba; mi padre me hacía probar las asperezas de la vida. Su taciturnidad iba en aumento con los años; la vejez volvía más rígidos tanto su alma como su cuerpo; me espiaba sin cesar para reprenderme. Cuando yo volvía de mis correrías salvajes y lo veía sentado en la escalinata, antes me hubiera dejado matar que entrar en el castillo. Lo cual no hacía, sin embargo, sino diferir mi suplicio: obligado a aparecer a la hora de la cena, me sentaba cohibido en una esquina de mi silla, con las mejillas húmedas aún de lluvia, el cabello alborotado. Ante las miradas de mi padre, permanecía inmóvil y el sudor cubría mi frente: el último destello de razón me abandonó. Heme aquí llegado a un momento en que necesito algunas fuerzas para confesar mi flaqueza. El hombre que atenta contra su vida muestra menos la fuerza de su alma que el desfallecimiento de su naturaleza. Yo tenía una escopeta de caza cuyo gatillo estaba tan gastado que a menudo se le escapaba el seguro. Cargué esta escopeta con tres balas, y me dirigí a un lugar apartado del gran Mail. Monté la escopeta, introduje el extremo del cañón en mi boca, golpeé la culata contra el suelo; repetí varias veces el intento: el tiro no salió; la aparición de un guarda hizo que suspendiera mi decisión. Fatalista sin quererlo ni saberlo, supuse que mi hora no había llegado, así que dejé para otro día la ejecución de mi plan. De haberme quitado la vida, todo cuanto he sido habría quedado enterrado conmigo; nada se sabría de la historia que me habría llevado a mi catástrofe; habría engrosado la multitud de infortunados anónimos; nadie me habría seguido por las huellas de mis pesares, como un herido por el rastro de su sangre. Quienes se hayan sentido turbados por lo que describo y tentados de imitar estas locuras, quienes guarden memoria de mí por mis quimeras, no deben olvidar que no oyen más que la voz de un muerto. Lector, a quien nunca conoceré, nada ha quedado de ello: no queda de mí más que lo que soy en manos del Dios vivo que me ha juzgado.


François-René de Chateaubriand. Memorias de ultratumba. Acantilado