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sábado, 6 de julio de 2013
jueves, 4 de julio de 2013
OTRA BALSA EN EL AQUERONTE
LA CHISTERA AGONIZA
“¡El sombrero de copa desparece, el sombrero de copa
se muere, el sombrero de copa agoniza!... Y esta vez ya no son los poetas
malhumorados los que lo proclaman tomando por realidades sus deseos. Esta vez
habla la estadística con su lenguaje inatacable de cifras. ¡Si el pobre Oscar
Wilde viviese aún, con cuánta alegría hubiera leído los datos comerciales que
ahora publican las revistas graves! Porque el gran artista inglés conservó
hasta el último día de su existencia atormentada el odio por la chistera que le
hizo conquistar en Londres su fama juvenil.
--Mi única obra que ha tenido éxito universal
–decíame hace ya más de diez años Wilde, cuando fui a verlo por primera vez a
ese mismo departamento del hotel de Capucines en que ahora se hospeda mi amigo
Don Ángel Estrada (hijo)—mi única obra universal es mi sátira contra el
sombrero de copa.
Yo confieso, sin embargo, que de tal obra no conozco
sino el título. Pero tengo muy presentes, eso sí, los gestos de repugnancia con
que el gran poeta tomaba su chistera y se la ponía.
--No hay despotismo igual al de este armatoste
–murmuraba—pues odiándolo tenemos que llevarlo sobre nuestras cabezas.
Hoy el despotismo ya menos terrible. La habilidad de
los árbitros de la moda masculina ha descubierto que los sombreros de fieltro
flexible, cuando tienen un fondo de seda, pueden llevarse con smoking y que,
para visitas que no son de etiqueta, un hongo basta. En cuanto a los chapeos
románticos de anchas alas, que ayer estaban reservados a los bohemios, hoy,
gracias al ejemplo del rey Eduardo, todos los elegantes los llevan. Los
“panamás” triunfan en toda la línea y los sombreros de paja se venden cada día
más.
¡Solo las chisteras no se venden!
Esto lo digo yo con entusiasmo, pero los
comerciantes lo dicen con tristeza y los sastres lo murmuran con melancolía.
--Ya no se venden las chisteras! –exclama un “grand
tailleur” ante un repórter que va a interrogarle—pues eso significa, señor, que
la época de la distinción ha terminado. Sin sombrero de seda, ninguna levita va
bien, ninguna “jaquette” es elegante, ningún gabán sienta… La chistera es el
talón de lo correcto. Un pueblo que quiere ser distinguido, debe usar cada día
más chisteras.”
Enrique Gómez Carrillo. La
vida parisiense. Biblioteca Ayacucho.
martes, 2 de julio de 2013
Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA
AMANECIDA EN MADRID
Del puente de Vallecas
el carro del
trapero trae la aurora.
La
alcantarilla –frío, sueño y hambre-
desmesuradamente
abre la boca.
La estatua
está en la plaza
-petrificado
guardia de la porra-
como un mojón
mojado
señalando los
barrios y las horas.
Serenos
fugitivos
pastores de
silencios y de sombras
buscando van
su cuervo de Altamira
en húmedas
tabernas cochambrosas.
Legañosos
tranvías,
troles adormecidos.
Luz lechosa
de
aguardiente en el agua. Mil manubrios
tuestan café
en el ritmo de la polka.
Triunfo de
barrenderos, de beatas,
guardias y
perros, carros, templo, lonjas.
Todo el
suburbio asalta
la ciudad
dormilona.
Una voz viene
de Guadalajara
¡Oriente!
¡Stock de mitos y de auroras!
De todos los
balcones
saluda al día
un agitar de alfombras.
Francisco Vighi.
lunes, 1 de julio de 2013
ALLÁ EN LAS INDIAS
EN EL FUEGO DE LA GUARDIA
“Llegados
los çinco días de plazo señalado de los chalcas y mexicanos, dixo Monteçuma a
Çihuacoatl Tlacaeleltzin: "¿Qué os paresçe que se haga agora? ¿Si será
bueno bayan otros nuebos soldados de rrefresco al conbate con los balerosos
capitanes y soldados?" Partidos los delanteros como guardas y miradores,
escuchas, la parte que llaman Techichco, y bisto a los chalcas, dixeron los
mexicanos: "Chalcas, siempre abéis de beniros aquí a parar. ¿Qué es
buestra pretençión?" Dixeron los chalcas: "Es, enfín, nras tierras.
Emos de mirallas y guardallas". Dixeron los mexicanos: "Agora lo
beremos si lleuaréis a cuestas uras tierras o las dexaréis de grado o de
fuerça. Por eso, chalcas, mirá lo que hazéis, uno ni nenguno a de boluer a su
tierra". Y començó luego el estruendo y bozería, alaridos, con tanto
ynpitu los mexicanos hizieron los binieron a ençerrar la parte que llaman Acaquilpan.
Començando a apretallos más rrezio, los lleuaron a los chalcas hasta
Tlapitzahuayan. Entonçes los chalcas di dixeron: "Mexicanos, bueno está
agora. De aquí a çinco días bolueréis, que aquí os aguardaremos en este lugar,
porque para tonçes çelebramos la fiesta de nro dios Camaxtli y para tonçes
haremos nra fiesta y bosotros nos adornaréis con buestra sangre nro templo. Yd
agora a descansar, que xamás çesaremos hasta la fin". Llegados a Mexico
Tenuchtitlam, cuentan a Monteçuma todo lo proçedido la guerra con los chalcas y
como queda aplazada la última batalla para dentro de çinco días, con amenazas
los chalcas les hizieron de que para tonçes an de çelebrar la fiesta de su dios
de ellos, Camaxtli, "y abíam con nra sangre de derramarla por todo su templo".
Y dixeron: "Muy bien, que dios más abentaxado es el nro, Huitzilopuchtli
huei tetzahuitl. Que ellos dixeron harán de nosotros, lo emos de hazer de
ellos, y no solamente su sangre sino echallos en el fuego de la guardia de nro
dios". Llegados al quarto del plazo, llamaron Monteçuma y Çihuacoatl
Tlacaeleltzin a los balerosos capitanes Tlacateecatl y a Tlacochcalcatl,
dixéronles: "Mirá, preçiados mexicanos, que no a de quedar uno ni nenguno
de los mexicanos si no fueren los muy biexos y niños y muchachos de diez años,
porque hasta los de doze años an de yr a esta guerra, stos lleuarán cargados
las armas y matalotaxe y lleuarán sogas para amarrar a los prendidos y bençidos
en la guerra de los chalcas.”
Hernando Alvarado Tezozómoc.
Crónica Mexicana.
Crónica Mexicana.
viernes, 28 de junio de 2013
OTRA BALSA EN EL AQUERONTE
EL PRIMER CANTO DE AMOR
“Mientras yo estaba trabajando en el Museo de
Antigüedades Orientales de Estambul, di por casualidad con una pequeña tableta
que llevaba el número 2461. Era a fines del año 1951. Durante varias semanas
había ido examinando, con más o menos premura, cajones enteros de tablillas,
buscando la manera de identificar los textos literarios desconocidos e inéditos
que allí yo iba descubriendo, y de averiguar, si ello fuera posible, a qué
composición, a qué conjunto estaba ligado cada uno de ellos. Me esforcé en
desbrozar el terreno y hacer una primera selección. Sabía de sobras que aquel
año no tendría tiempo de copiar todas las tablillas; tenía que contentarme, por
lo tanto, con las más importantes.
Cuando percibí, en uno de los cajones, entre otras
muchísimas piezas, esa pequeña tablilla marcada con el número 2461, quedé
sorprendido por su aspecto, por su estado de perfecta conservación. Me di
cuenta enseguida de que se trataba de un poema de muchas estrofas, en el que se
cantaba la belleza del amor; una gozosa desposada celebraba en él a un rey llamado
Shu-Sin (un rey que había reinado en el país de Sumer, hará unos 4.000 años).
Leí y releí el texto; no había duda: lo que yo tenía en la mano era ni más ni
menos que uno de los más antiguos poemas de amor que jamás se hubiesen escrito.
Pero pronto pude comprobar que no se trataba de un canto de amor profano. La
pareja que en el poema se evocaba no era una pareja de amantes ordinarios, sino
de amantes «consagrados»: el Rey y su Esposa «ritual». En fin, comprendí que se
trataba de un poema que debía de haberse recitado durante la celebración de la
santísima ceremonia, del antiquísimo rito sumerio que se llamaba el «Matrimonio
sagrado». Cada año, de conformidad con las prescripciones religiosas, el
soberano estaba obligado a «casarse» con una de las sacerdotisas de Inanna, la
diosa del amor, y de la procreación, con objeto de asegurar la fertilidad de
las tierras y la fecundidad de las hembras. Esa ceremonia tenía lugar el primer
día del año, e iba precedida de fiestas y de banquetes, acompañados de música,
de cantos y de danzas. El poema inscrito en la pequeña tablilla de Estambul
había sido recitado, verosímilmente, en ocasión de una de esas
fiestas de Año Nuevo por la elegida del rey Shu-Sin.
En la cámara llena de miel,
Deja que gocemos de tu radiante hermosura;
León, déjame que te acaricie;
Mi caricia amorosa es más suave que la miel.
Esposo, tú has tomado tu placer conmigo;
Díselo a mi madre, y ella te ofrecerá golosinas;
A mi padre, y te colmará de regalos.
Tu alma, yo sé cómo alegrar tu alma;
Esposo, duerme en nuestra casa hasta el alba.
Tu corazón, yo sé cómo alegrar tu corazón;
León, durmamos en nuestra casa hasta el alba.
Tú, ya que me amas, Dame, te lo ruego, tus caricias.
Mi señor dios, mi señor protector,
Mi Shu-Sin, que alegra el corazón de Enlil,
Dame, te lo ruego, tus caricias.
Tu sitio dulce como la miel.
te ruego que pongas tu mano encima de él,
Pon tu mano encima de él como sobre una capa-gishban,
Cierra en copa tu mano sobre él
como sobre una capa-gishban-sikin.
Éste es un poema-balbale
de Inanna.”
Samuel Noah Kramer. La historia
empieza en Sumer. Ediciones Orbis.
miércoles, 26 de junio de 2013
lunes, 24 de junio de 2013
Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA
A QUIEN PUEDA INTERESAR
Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas
obras que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida
José
Emilio Pacheco.
jueves, 20 de junio de 2013
miércoles, 19 de junio de 2013
martes, 18 de junio de 2013
OTRA BALSA EN EL AQUERONTE
RECUERDO
“Nací en Bucarest, pero el mismo año de mi
nacimiento trasladaron a mi padre de guarnición y marchamos a Ramnic. Allí es
donde se sitúan mis primeros recuerdos. Vivíamos en una casa con numerosas habitaciones.
Recuerdo que había acacias bajo las ventanas. Detrás de la casa estaba el patio
y un huerto, que me parecía inmenso por los albaricoqueros, los ciruelos, los
membrilleros. Mi recuerdo más antiguo es de la época en que apenas tenía tres
años. Me veo revolcándome con mi hermano por la hierba en compañía de un gran
perro blanco llamado “Picú”. A nuestro lado, sentada en un taburete, mi madre
charlando con la vecina. A este primer recuerdo le sigue otro. Era por la
tarde. Estábamos en el andén de la estación esperando a una tía que llegaba de
Bucarest. Había mucha gente. Me habían dado un croissant, que sostenía en la
mano y que no me atrevía a comer de los enorme y prodigioso que me parecía. Lo
contemplaba orgulloso, lo exhibía como un trofeo. Al entrar el tren en la
estación, nuestro pequeño grupo se agitó y quedé solo un instante. Apareció
entonces delante de mí, surgido de no sé dónde, un niño de cinco o seis años.
Me arrancó el croissant, me miró un instante sonriendo, le dio un mordisco y
desapareció entre la gente. Mi sorpresa fue tal que permanecí parado en el
sitio, con la boca abierta, horrorizado por esa astucia y esa audacia cuyo pode
acababa de revelárseme.
Otro
recuerdo de mis primeros años son los paseos a caballo por los bosques y
viñedos de los alrededores de Ramnic. Cuando el coche se paraba al borde de un
camino, a la sombra de árboles cargados de frutos, subía al asiento para coger
ciruelas. Andando un día a cuatro patas por la hierba del bosque, vi un lagarto
azul verdoso brillante, y pasamos el lagarto y yo largo rato inmóviles ambos,
mirándonos. No sentía ningún miedo, y sin embargo mi corazón latía a toda
velocidad, tal era mi alegría al haber descubierto un animal tan extraño y
desconocido, de belleza tan misteriosa.”
Mircea Eliade.
Memoria.
Taurus Ediciones.
Memoria.
Taurus Ediciones.
lunes, 17 de junio de 2013
sábado, 15 de junio de 2013
OTRA BALSA EN EL AQUERONTE
EL INGLÉS DE NÁPOLES
Nápoles, 22 de mayo de 1787
Hoy me
ha ocurrido una agradable aventura que me dio bastante que pensar y que merece
ser contada.
Una dama que ya durante mi anterior estancia se mostró
muy atenta conmigo, me rogó presentarme por la tarde a las cinco en punto en su
casa, porque un inglés deseaba hablar conmigo acerca de mi Werther.
Hace
medio año, aunque le hubiese tenido el doble de aprecio, mi respuesta habría
sido negativa; pero el hecho de aceptar me permitió comprobar que el viaje a
Sicilia había tenido un efecto provechoso en mí.
Por
desgracia es tan grande la ciudad y son tantas las cosas por ver que subí las
escaleras de su casa con un retraso de un cuarto de hora; me hallaba pisando la
esterilla de caña delante de su puerta cuando ésta se abrió antes de que tocara
la campanilla, y salió un hombre bien parecido, de mediana edad, en el que
reconocí de inmediato al inglés.
--¡Usted
es el autor del Werther! --dijo apenas
me vio.
Lo afirmé y pedí disculpas por no haber llegado
antes.
--No podía esperar ni un momento más –respondió--.
Lo que tengo que decirle es muy breve y lo haré aquí mismo. No quiero repetir
lo que miles de personas le han dicho, además, la obra no me ha impresionado
tanto como a otros. Pero siempre que me detengo a pensar lo que se necesita
para escribirla, me maravillo de nuevo.
Quise responderle algo para expresar mi gratitud,
pero me dejó con la palabra en la boca y exclamó:
--No puedo demorarme ni un instante más, se ha
cumplido mi deseo de decirle esto personalmente, ¡que le vaya bien y sea feliz!
--Y corrió escaleras abajo.
Durante un rato me quedé reflexionando sobre estos
halagos y finalmente toqué la campanilla. La dama se mostró contenta al saber
de nuestro encuentro y elogió a aquel hombre raro y singular.
Johann W. Goethe. Viaje a Italia.
Ediciones B.
viernes, 14 de junio de 2013
Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA
SAN MARTINO DEL CARSO
Di queste case
Non è rimasto
Che qualche
Brandello di muro
Di tanti
Che mi corrispondevano
Non è rimasto
Neppure tanto
Ma nel cuore
Nessuna croce manca
E’ il mio cuore
Il paese più straziato.
Giuseppe Ungaretti
miércoles, 12 de junio de 2013
OTRA BALSA EN EL AQUERONTE
EN LA LLANURA DE LOS DIOSES
“Entré andando al parque Karl Marx y me dirigí a la
anónima plazoleta que antes había llevado el nombre de Lenin. Un busto de Marx,
envuelto en un remolino de pelo y barba, con las escarpadas cejas de un señor
de la guerra mongol, resplandecía aún en el camino. Alguien había puesto a sus
pies un clavel rojo. Más allá, en el camino, se alineaban puestos de skashlik y arroz pilaf que apenas vendía
nada y restaurantes vacíos que en Moscú hubieran estado abarrotados.
Crucé el canal rellenado que había dividido la ciudad
zarista de la nativa y entré en el vacío que en otro tiempo constituyera la
plaza más grande de la Unión Soviética. Caía una fina llovizna. Más que una
plaza parecía una llanura informe salpicada de monumentos, ministerios y
jardines empequeñecidos y seccionada por calles. En el extremo más lejano
apenas se divisaba una pareja nupcial que rodeaba la tumba al soldado
desconocido. Sólo el mismo dios, el Lenin de bronce mayor del mundo, amenazador
desde su plataforma de quince metros de altura, tras regimientos de fuentes,
intentaba dominar aquella tremenda extensión. Pero sus gestos no tenían
sentido. Todo el mundo sabía ya que sus ojos entrecerrados miraban a la nada.
El rollo de papel que agarraba contenía un terrible error. La superficie
asfaltada que había frente a él había sido marcada para el desfile de los
soldados del 1 de mayo, veintitrés días atrás, pero ahora la tribuna que había
a sus pies estaba vallada y llevaba el rótulo «Cerrado por obras».
--Pronto se lo llevarán –había dicho el conductor del
taxi--. Pero nadie sabe qué poner en su lugar.
Un hombre yacía entre los rosales cercanos y la lluvia le
caía en la cara. Me pregunté si estaría enfermo, pero cuando me incliné hacia
él, sólo murmuró:
--Camarada… --Y volvió a cerrar los ojos, borracho.
Me senté en un banco bajo los árboles mientras la lluvia
arreciaba alrededor de la inmensa estatua. En la inexpresiva plaza todas las
certidumbres se habían desvanecido. Estaba más vacía que nunca. Unas mujeres
sorteaban los charcos bajo brillantes paraguas y un policía leía un periódico
mojado. Me subí el cuello para protegerme de las inclemencias del tiempo
mientras la lluvia empezaba a caer sobre mí desde las copas de los árboles de
modo constante e inexorable.
Un mes después la estatua de Lenin había desaparecido de
allí.
Colin Thubron. El corazón perdido de Asia. Ediciones Península.
martes, 11 de junio de 2013
lunes, 10 de junio de 2013
OBITER DICTUM
“Yo he conocido un viejo
famélico y haraposo, que dormía durante la mañana en los bancos del Retiro y
pasaba la tarde y las noches en las casas de juego. Comía las sobras de los
otros jugadores, asistía con preferencia a los círculos donde le obsequiaban
con algún café, como punto fuerte, y cuando perdía, que era la más de las
veces, ocultábase por unos instantes en el lugar más nausaeabundo de la casa, y
extraía billetes de Banco de sus zapatos rotos, del sudador del grasiento
sombrero, de las ropas haraposas, esparciendo sobre el tapete verde una parte
de sus pegajosos habitantes.
--El dinero se ha hecho para jugar—decía sentenciosamente--. Y
lo que quede, si queda algo… para comer.”
Blasco
Ibañez.
domingo, 9 de junio de 2013
sábado, 8 de junio de 2013
jueves, 6 de junio de 2013
OTRA BALSA EN EL AQUERONTE
NADA HA QUEDADO
Todo alimentaba la amargura de mis sinsabores: Lucile era
desdichada; mi madre no me consolaba; mi padre me hacía probar las asperezas de
la vida. Su taciturnidad iba en aumento con los años; la vejez volvía más
rígidos tanto su alma como su cuerpo; me espiaba sin cesar para reprenderme.
Cuando yo volvía de mis correrías salvajes y lo veía sentado en la escalinata,
antes me hubiera dejado matar que entrar en el castillo. Lo cual no hacía, sin
embargo, sino diferir mi suplicio: obligado a aparecer a la hora de la cena, me
sentaba cohibido en una esquina de mi silla, con las mejillas húmedas aún de
lluvia, el cabello alborotado. Ante las miradas de mi padre, permanecía inmóvil
y el sudor cubría mi frente: el último destello de razón me abandonó. Heme aquí
llegado a un momento en que necesito algunas fuerzas para confesar mi flaqueza.
El hombre que atenta contra su vida muestra menos la fuerza de su alma que el
desfallecimiento de su naturaleza. Yo tenía una escopeta de caza cuyo gatillo
estaba tan gastado que a menudo se le escapaba el seguro. Cargué esta escopeta
con tres balas, y me dirigí a un lugar apartado del gran Mail. Monté la
escopeta, introduje el extremo del cañón en mi boca, golpeé la culata contra el
suelo; repetí varias veces el intento: el tiro no salió; la aparición de un
guarda hizo que suspendiera mi decisión. Fatalista sin quererlo ni saberlo,
supuse que mi hora no había llegado, así que dejé para otro día la ejecución de
mi plan. De haberme quitado la vida, todo cuanto he sido habría quedado
enterrado conmigo; nada se sabría de la historia que me habría llevado a mi
catástrofe; habría engrosado la multitud de infortunados anónimos; nadie me
habría seguido por las huellas de mis pesares, como un herido por el rastro de
su sangre. Quienes se hayan sentido turbados por lo que describo y tentados de
imitar estas locuras, quienes guarden memoria de mí por mis quimeras, no deben
olvidar que no oyen más que la voz de un muerto. Lector, a quien nunca
conoceré, nada ha quedado de ello: no queda de mí más que lo que soy en manos
del Dios vivo que me ha juzgado.
François-René
de Chateaubriand. Memorias de ultratumba. Acantilado
miércoles, 5 de junio de 2013
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