EN LA LLANURA DE LOS DIOSES
“Entré andando al parque Karl Marx y me dirigí a la
anónima plazoleta que antes había llevado el nombre de Lenin. Un busto de Marx,
envuelto en un remolino de pelo y barba, con las escarpadas cejas de un señor
de la guerra mongol, resplandecía aún en el camino. Alguien había puesto a sus
pies un clavel rojo. Más allá, en el camino, se alineaban puestos de skashlik y arroz pilaf que apenas vendía
nada y restaurantes vacíos que en Moscú hubieran estado abarrotados.
Crucé el canal rellenado que había dividido la ciudad
zarista de la nativa y entré en el vacío que en otro tiempo constituyera la
plaza más grande de la Unión Soviética. Caía una fina llovizna. Más que una
plaza parecía una llanura informe salpicada de monumentos, ministerios y
jardines empequeñecidos y seccionada por calles. En el extremo más lejano
apenas se divisaba una pareja nupcial que rodeaba la tumba al soldado
desconocido. Sólo el mismo dios, el Lenin de bronce mayor del mundo, amenazador
desde su plataforma de quince metros de altura, tras regimientos de fuentes,
intentaba dominar aquella tremenda extensión. Pero sus gestos no tenían
sentido. Todo el mundo sabía ya que sus ojos entrecerrados miraban a la nada.
El rollo de papel que agarraba contenía un terrible error. La superficie
asfaltada que había frente a él había sido marcada para el desfile de los
soldados del 1 de mayo, veintitrés días atrás, pero ahora la tribuna que había
a sus pies estaba vallada y llevaba el rótulo «Cerrado por obras».
--Pronto se lo llevarán –había dicho el conductor del
taxi--. Pero nadie sabe qué poner en su lugar.
Un hombre yacía entre los rosales cercanos y la lluvia le
caía en la cara. Me pregunté si estaría enfermo, pero cuando me incliné hacia
él, sólo murmuró:
--Camarada… --Y volvió a cerrar los ojos, borracho.
Me senté en un banco bajo los árboles mientras la lluvia
arreciaba alrededor de la inmensa estatua. En la inexpresiva plaza todas las
certidumbres se habían desvanecido. Estaba más vacía que nunca. Unas mujeres
sorteaban los charcos bajo brillantes paraguas y un policía leía un periódico
mojado. Me subí el cuello para protegerme de las inclemencias del tiempo
mientras la lluvia empezaba a caer sobre mí desde las copas de los árboles de
modo constante e inexorable.
Un mes después la estatua de Lenin había desaparecido de
allí.
Colin Thubron. El corazón perdido de Asia. Ediciones Península.