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jueves, 6 de junio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





NADA HA QUEDADO


Todo alimentaba la amargura de mis sinsabores: Lucile era desdichada; mi madre no me consolaba; mi padre me hacía probar las asperezas de la vida. Su taciturnidad iba en aumento con los años; la vejez volvía más rígidos tanto su alma como su cuerpo; me espiaba sin cesar para reprenderme. Cuando yo volvía de mis correrías salvajes y lo veía sentado en la escalinata, antes me hubiera dejado matar que entrar en el castillo. Lo cual no hacía, sin embargo, sino diferir mi suplicio: obligado a aparecer a la hora de la cena, me sentaba cohibido en una esquina de mi silla, con las mejillas húmedas aún de lluvia, el cabello alborotado. Ante las miradas de mi padre, permanecía inmóvil y el sudor cubría mi frente: el último destello de razón me abandonó. Heme aquí llegado a un momento en que necesito algunas fuerzas para confesar mi flaqueza. El hombre que atenta contra su vida muestra menos la fuerza de su alma que el desfallecimiento de su naturaleza. Yo tenía una escopeta de caza cuyo gatillo estaba tan gastado que a menudo se le escapaba el seguro. Cargué esta escopeta con tres balas, y me dirigí a un lugar apartado del gran Mail. Monté la escopeta, introduje el extremo del cañón en mi boca, golpeé la culata contra el suelo; repetí varias veces el intento: el tiro no salió; la aparición de un guarda hizo que suspendiera mi decisión. Fatalista sin quererlo ni saberlo, supuse que mi hora no había llegado, así que dejé para otro día la ejecución de mi plan. De haberme quitado la vida, todo cuanto he sido habría quedado enterrado conmigo; nada se sabría de la historia que me habría llevado a mi catástrofe; habría engrosado la multitud de infortunados anónimos; nadie me habría seguido por las huellas de mis pesares, como un herido por el rastro de su sangre. Quienes se hayan sentido turbados por lo que describo y tentados de imitar estas locuras, quienes guarden memoria de mí por mis quimeras, no deben olvidar que no oyen más que la voz de un muerto. Lector, a quien nunca conoceré, nada ha quedado de ello: no queda de mí más que lo que soy en manos del Dios vivo que me ha juzgado.


François-René de Chateaubriand. Memorias de ultratumba. Acantilado