He sido una
sencilla profesora de química.
En una ciudad
luminosa del sureste.
Después de las
clases contemplaba el ancho mar.
Los dilatados,
infinitos horizontes.
Y los torpedos
grises de guerras dormidas.
He quemado mis
largas horas en la lumbre
de símbolos y
fórmulas. Junto a crisoles
de arcilla al
rojo vivo hasta encontrar la plata.
No he
descubierto nada.
No tengo ningún
premio.
A Congresos no
asistí.
Medallas y
diplomas
nunca me fueron
dados.
Minúscula
sapiencia para tan grandes sueños.
Pequeñez agobiante
para inquietudes tantas.
Y rebelde ha
surgido, como agua en desierto,
el manantial
jugoso, intenso, apasionado,
-dulce herencia
entrañable- que tiene la riqueza
de llenar de
poesía tan honda desolación.
María Cegarra