EN EL DAVID ARANGO
«Hubo
fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a
la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a
olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que
por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel
viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años
que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez aprendí
más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. Por la época en
que las aguas tenían caudal suficiente, el viaje de subida duraba cinco días de
Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en tren hasta
Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos para navegar si no
se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.
Los buques tenían nombres fáciles e inmediatos: Atlántico,
Medellín, Capitán de Caro, David Arango.Sus capitanes, como los de Conrad, eran
autoritarios y de buena índole, comían como bárbaros y no sabían dormir solos
en sus camarotes de reyes. Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los
pasajeros nos sentábamos en las terrazas todo el día para ver los pueblos
olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las
mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de
la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los
manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías. Durante
todo el viaje uno despertaba al amanecer aturdido por la bullaranga de los
micos y las cotorras. A menudo, la tufarada nauseabunda de una vaca ahogada interrumpía
la siesta, inmóvil en el hilo del agua con un gallinazo solitario parado en el
vientre.
Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los
buques fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia,
pues nos poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje. A veces
el buque encallaba hasta quince días en un banco de arena. Nadie se preocupaba,
pues la fiesta seguía, y una carta del capitán sellada con el escudo de su
anillo servía de excusa para llegar tarde al colegio.»
Gabriel Garcia Márquez. Vivir para contarla. Mondadori.