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viernes, 3 de julio de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EL EJERCITO ROJO


            “Sí, la guerra llevaba tres semanas en territorio alemán y todos sabíamos bien que, de ser muchachas alemanas, se las hubiera podido violar y después fusilar, lo que casi hubiera tenido su mérito de guerra; a las polacas o a nuestras rusas desplazadas, por lo menos se las hubiese podido perseguir en cueros por el huerto, dándoles golpes en las nalgas; la cosa no hubiera pasado del regodeo. Pero era la “esposa de campaña” del jefe del contraespionaje. A tres oficiales veteranos, un sargento de retaguardia les arrancó inmediatamente y con odio los galones concedidos por orden del Frente, les quitó las condecoraciones otorgadas por el Presidium del Soviet Supremo; ahora a estos soldados que habían peleado durante toda la guerra y, probablemente, aplastaron muchas trincheras enemigas, les esperaba un tribunal de guerra, que, de no haber sido por su tanque, no habría llegado a este pueblo.
         Apagamos la mariposa, que consumió lo poco que allí había para respirar. La puerta tenía una mirilla del tamaño de una tarjeta postal, por la que llegaba la luz indirecta del pasillo. Como si temieran que de día nos sintiéramos demasiado anchos, nos metieron al quinto. Entro con un flamante capote de soldado, con un gorro nuevo también y cuando se acercó a la mirilla nos mostró su cara chata y fresca, con rosetas en las mejillas.
         --¿De dónde vienes, hermano? ¿Quién eres?
         --Vengo del otro, lado –respondió sin vacilar--. Soy espía.
         --¡Anda, déjate de bromas! –quedamos atónitos. (¡Que un espía confesara que lo era…! ¡Eso jamás lo habían escrito Sheinin y los hermanos Tur!)
         --¿Quién bromea estando en guerra? –preguntó razonablemente el muchacho al tiempo que exhalaba un suspiro--. Vamos a ver, ¿cómo se las arregla un prisionero para volver a casa? ¿Qué decís?
         Empezó a contar que, hacía veinticuatro horas, los alemanes lo habían enviado a través de las líneas del frente, para que espiara y volara puentes, pero él inmediatamente se presentó en el batallón más próximo para entregarse, y el jefe del batallón, extenuado, insomne, no podía creerlo y lo mandó a la enfermería, a que tomara unas pastillas. De pronto irrumpieron nuevas impresiones en nuestro calabozo:
         --¡A hacer las necesidades! ¡Manos atrás! –exclamó el brigada que se hallaba junto a la puerta abierta; éste era un cipote capaz de hacer girar él solo la cureña de un cañón del 122.
         Por todo el patio de la granja habían situado a soldados con metralletas, que guardaban el sendero que conducía al otro lado de un chamizo. A mí me ponía frenético que un brigada ignorante se atreviera a ordenarnos, a nosotros, que éramos oficiales: “manos atrás”. Pero los tanguistas pusieron las manos atrás y yo los seguí.
         Tras el cobertizo había un pequeño redil cuadrado, con la nieve apelmazada y lleno de excrementos humanos, tan juntos que no era fácil hallar dónde colocar los pies y agacharse. Al fin, nos orientamos y en lugares distintos nos agachamos los cinco. Dos ceñudos soldados, encorvados hacia delante, nos apuntaban con las metralletas y apenas había transcurrido un minuto escaso cuando el brigada ya nos estaba arreando con voz chillona:
         --Venga, de prisa, que donde nosotros las necesidades se hacen rápido.
         No lejos de mí se había agachado un tanguista de Rostov, un teniente alto y sombrío. Tenía la cara ennegrecida por una capa de polvo o de humo, aunque se veía con toda claridad la cicatriz larga y roja que le cruzaba la cara.
         --¿Eso de donde nosotros, dónde es? –preguntó tranquilo, sin mostrar ninguna prisa por volver al calabozo, que olía a keroseno.
         --¡En el contraespionaje SMERSH! –le cortó  el brigada orgulloso y con voz un poco más sonora de lo requerido. (Los agentes del contraespionaje adoraban esa palabra compuesta con muy poco gusto de smert shpiónam. “Muerte a los espías”. La encontraban aterradora.)
         --Pues donde nosotros se hace despacio –le respondió el teniente como pensándolo. Se le había desplazado el casco hacia atrás, mostrando los pelos aún sin rapar. Una brisa agradable enfriaba su endurecido trasero de veterano.
         --¿Dónde, dónde vosotros? –preguntó con una voz más elevada de lo debido el brigada.
         --En el Ejercito Rojo –le respondió muy tranquilo el teniente, midiendo con la mirada, desde su posición en cuclillas, al cureñero malogrado.

         Estas fueron las primeras bocanadas carcelarias que respiré.

Alesandr Soljenitsin. Archipiélago Gulag. Plaza & Janés.