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lunes, 27 de julio de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






RELIEVE HOMÉRICO


Y si habla mal de España, es español.


JOAQUÍN   MARÍA  BARTRINA

“En cierta ocasión me preguntó un sujeto cuál era el escritor español del siglo XIX que prefería yo entre todos, y aunque la pregunta es demasiado española, quiero decir simplista, porque casi nunca es posible contestar a cuestiones de primero y último, le contesté, sin embargo, diciendo: Sarmiento. Y al ver su gesto interrogativo, hube de añadir: Domingo Faustino Sarmiento, un argentino que murió,  ya de edad, el 11 de setiembre de 1888. "¿Argentino? -exclamó mi interlocutor-, entonces no era español".  Y hube de responderle: "Más español que ninguno de los españoles, a pesar de lo mucho que habló mal de España muy  bien". Y tuve que informarle de quién era don Domingo Faustino Sarmiento.
Le hablé de la vida fecunda y enérgica de ese maestro de escuela nacido de una antigua familia colonial en San Juan, al pie de los Andes, periodista en Chile, donde estuvo emigrado, peleando con la pluma contra el tirano Rosas, y gran educador de su patria, en que de ese vigoroso polígrafo, de sus obras educacionales y, sobre todo, del Facundo, llegó a la Presidencia de la República. Le hablé de la copiosa labor de sus tres obras capitales, los Viajes, viajes por Europa, África y América, en que nos narra el que en 1846 hizo a España, y es relato el de este viaje que merece ser reproducido; los Recuerdos de provincia, en que se leen las más sentidas y más vigorosas páginas que  un hijo puede dedicar a la santa memoria de su madre, y Civilización y barbarie, libro conocido comúnmente por  el Facundo, y en que Sarmiento nos cuenta las biografías del general Juan Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, del general ex-fraile dominico Félix Aldao, y del Chacha, tres caudillos de las contiendas civiles de la República Argentina  en el primer tercio del siglo pasado.
"¿Y no habla más que de cosas de allá?" -me preguntó-. Y le respondí: "No habla más que de cosas de allá, no habla más que de las luchas que enardecían a los ánimos de aquellos entre quienes vivía; pero habla de tal modo, con tal pasión y tan soberana elocuencia, con tan candente parcialidad, que son libros que pueden leerse en cualquier país y en cualquier época. Es como en la Divina Comedia, en que todo el calor y la soberana inspiración viene de que el Dante habla de sus contemporáneos, de sujetos que, a no ser por el inmortal poeta, se habrían anegado en la Historia".
Bajo la pluma de Sarmiento, los personajes todos de las luchas civiles de la Argentina a principios del siglo XIX adquieren un relieve homérico. Sarmiento tenía lo que los campesinos llaman ojo de caballo, engrandecía cuanto miraba.  No hay sino leer las pinturas que en sus Recuerdos de provincia hace  del clérigo don José Castro, el maestro de su madre, el santo cura Castro, que llevaba el Evangelio en la mano y el Emilio, de Rousseau, escondido bajo la sotana; el portentoso retrato de don Domingo de Oro, o  en Civilización y barbarie la de los tres caudillos que biografía, y en todas sus obras, o poco menos, lo que dice del tirano don Juan Manuel Rosas. Nadie contribuyó a agigantar la figura de ese prodigioso tirano, tan grande para la leyenda como puedan serlo los más grandes del Renacimiento italiano, como contribuyó a ello su más implacable enemigo: Sarmiento. En el Facundo, Rosas adquiere por momentos la grandeza de un Satanás miltoniano, y se comprende leyendo eso que Juan Bautista Alberdi -otro argentino que es de los contados escritores en lengua castellana que pudo soportar­ dijera hablando del tirano, cuyo nombre durante veinte años apenas dejó de figurar  un momento en la prensa europea, estas palabras: "Si se perdiesen los títulos  de Rosas a la nacionalidad argentina, yo contribuiría con un sacrificio no pequeño al logro de  su rescate". Y cuenta que Alberdi fue otro de los enemigos de Rosas.
El mismo Alberdi, en sus Cartas quillotanas,  escritas desde Quillota, en Chile, dijo de Sarmiento cuanto malo puede decirse de este incorregible ególatra, de este hombre repleto de vida y de energía y desbordante de sí mismo, que se pasó la mayor  parte de su vida hablando, como Byron, de sí, y que ha alumbrado las encendidas páginas de sus escritos con la llama de un espíritu ardiente de vida.


Miguel de Unamuno. Americanidad. Biblioteca Ayacucho.