EL AFORTUNADO
“En la época en que Cambises llevaba a
cabo su campaña contra Egipto, emprendieron también la suya los lacedemonios contra Polícrates,
hijo de Eaques, quien mediante una revolución se había apoderado de Samos,
dividiendo la ciudad en tres partes, que gobernaba conjuntamente con sus
hermanos Pantagnoto y Silosonte. Mas, luego, Polícrates mató al primero y
desterró a Silosonte, el menor, al objeto de convertirse en señor absoluto de
toda la isla de Samos. Buscó entonces amistad con Amasis, rey de Egipto, a
quien envió regalos y también los recibió.
El
poder de Polícrates creció en poco tiempo, tanto en Jonia como en el resto de
Grecia. Cualquier empresa suya terminaba coronada por el éxito. Mantenía una
flota de cien naves de cincuenta remos y un ejército de mil arqueros. Robaba y
asaltaba a quien le parecía, sin respetar a nadie, pues opinaba que más favor
hacía a un amigo devolviéndole lo que le había robado, que no robándoselo
nunca.
Polícrates
ocupó numerosas islas y se adueñó también de muchas ciudades de tierra firme.
Incluso venció a los lesbios en una batalla naval cuando éstos acudían con
todas sus fuerzas en auxilio de Mileto. Los prisioneros tuvieron que cavar, en
castigo, todo el foso que rodea las murallas de Samos.
Las
noticias de los extraordinarios triunfos de Polícrates llegaron también a oídos
de Amasis, el faraón egipcio. Pero éste, en vez de alegrarse, sitió
preocupación y pesar. Y al ver que la buena suerte de Polícrates continuaba
ininterrumpida, dictó la siguiente carta, que envió a Samos:
Así habla Amasis a Polícrates: Dulce es saber que a un
querido amigo le acompaña la fortuna. A mí, sin embargo, tu gran suerte no
acaba de gustarme, porque sé que los dioses son envidiosos. Yo me siento más
tranquilo cuando sólo sale bien –a mí, o a los que amo –una parte de lo
emprendido y fracasa la otra. Considero mejor una mezcla de suerte y desgracia
que una incesante ventura. Pues aún no oí hablar de nadie a quien todo le fuera
perfectamente, y que luego no tuviese un final horrible. Sigue por ello mi
consejo y guárdate del eterno favor de la fortuna. Piensa qué es lo más
precioso para ti, en la tierra, y cuya perdida habría de causarte mayor pesar.
Arrójalo lejos de tu persona, tan lejos, que jamás pueda volver a caer en manos
humanas. Y si aun así no alternaran suerte y desgracia en tu vida, repite el
sacrificio que te recomiendo.
Cuando Polícrates hubo leído la carta de
Amasis, comprendió cuán sabio era el consejo del amigo, y se preguntó cuál de
sus tesoros le daría más pena perder. Sumido estaba en sus reflexiones, cuando
sus ojos se posaron en el anillo que adornaba su dedo. Era un aro de oro con
una esmeralda, obra de Teodoro de Samos, hijo de Telecles.
Polícrates decidió desprenderse de esa
alhaja. Mandó preparar uno de sus barcos de cincuenta remos, subió a bordo y
ordenó dirigirse a alta mar. En cuanto la nave estuvo suficientemente lejos de
la isla, se arranco el anillo del dedo y
lo arrojó al agua. Acto seguido regresó, se encerró en su palacio y lloró la
pérdida de la alhaja.
Pero cinco o seis días más tarde ocurrió
lo siguiente: un pescador capturó un pez tan grande y hermoso, que lo considero
merecedor de ser ofrecido como regalo a Polícrates. Corrió con el pescado a
palacio y pidió ser recibido por el soberano. Accedió éste, y el pescador le
entregó el obsequio con estas palabras:
--¡Oh, mi rey. Este pez, pescado por mí,
me pareció demasiado bueno para llevarlo al mercado, pese a que vivo del
trabajo de mis brazos. Me pareció que sólo era digno de ti y de tu
magnificencia. Así, pues, te ruego que lo aceptes.
Polícrates se sintió halagado y respondió:
--Obraste bien. Agradezco tanto tus frases
como tu regalo, de modo que te invito a sentarte a mi mesa.
El pescador, que nunca soñara con tal
honor, regreso lleno de orgullo a su casa. Pero cuando los criados de
Polícrates se disponían a limpiar y cocinar el pescado, encontraron en su
vientre el anillo de su amo. Muy contentos, se lo llevaron al rey y le
explicaron dónde lo habían hallado. Polícrates vio en el suceso una respuesta
de los dioses, escribió en una carta todo lo acaecido y la envió a Amasis de
Egipto.
Así que Amasis hubo leído la misiva,
comprendió que ningún hombre puede proteger a otro del destino que le aguarda,
y que Polícrates, a quien todo le salía bien y que incluso recuperaba lo que
había lanzado al mar como sacrificio, no tendría buen fin. En consecuencia,
envió un mensajero a Samos anunciando que renunciaba al tratado de amistad. Lo
hizo para no tener que penar por Polícrates como amigo, cuando a éste le
azotara la desgracia.”
Werner Keller. El asombro de Herodoto. Bruguera.