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viernes, 3 de octubre de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL FRANCONIA EN HAWAI


Según nos aproximamos, las montañas, que tenían de lejos un color gris de lava, se van haciendo verdes. El Mauna Kea queda a un lado con su brumoso sudario, y vemos al fin la verdadera fisonomía de la isla.
Las vertientes son antiguas cascadas de lava petrificada, pero en las arrugas tortuosas de sus barrancos crece una compacta arboleda. Entre estos cordones de verde oscuro se extienden grandes declives de verde esmeralda: las plantaciones de caña de azúcar. Algunas de ellas, por estar la caña en flor, aparecen moteadas de un blanco sonrosado.
Navega el Franconia cerca de la costa, todo lo que es prudente en un archipiélago volcánico donde surgen de pronto arrecifes y pequeños islotes y vuelven a desaparecer poco después, sin dar tiempo a que los marquen en las cartas de navegar. Unas veces la costa es vertical hasta una altura de centenares de metros; otras avanza en pequeños cabos de lomo redondo o agudo. Las nieves de las montañas del interior descienden hasta la costa al liquidarse, y caen en el océano como cables blancos y espumosos de incesante volteo. Vistos de cerca, estos torrentes deben ser de una energía enorme, que se pierde sin provecho para nadie. Es tan escasa la gente en las islas, que a pesar de que pertenecen ahora a los Estados Unidos -primera potencia industrial del mundo-, nadie piensa en aprovechar tales fuerzas.
Al pie del acantilado, muchos peñascos están perforados por las olas, en forma de cuevas o de pórticos. Apenas puede verse el color negruzco de la piedra, lo mismo orillas del mar que en las cumbres. El trópico cubre la áspera lava con una vegetación eternamente primaveral. De lejos parece sutil pelusa verde, levísimo musgo, y sólo cuando vemos moverse en estas praderas insectos diminutos que son vehículos o caballos, nos damos cuenta de las proporciones del falso césped.
Se abre a ras del mar la barrera montañosa en valles triangulares. Se ven en ellos casas de madera entre grupos de palmeras; pero los edificios, cuando no los miramos con anteojos, parecen guijarros, y los árboles simples matas. Un ferrocarril sigue la costa, salvando las cortaduras de valles y desaguaderos sobre largos viaductos, unos sólidos, otros colgantes. En las playas ruedan incesantemente dos líneas de olas gigantescas. Hay ante ellas unas estacadas de pilotes de piedra; pero no son obra del hombre, sino fragmentos verticales de murallas de coral rotas por el tenaz ariete de las aguas. La doble hilera de rompientes se hincha, avanza, transparentando la luz como un muro de esmeralda, y se desploma entre los retorcimientos de su cabellera de espumas.
Sigue avanzando el Franconia con dirección al invisible puerto de Hilo, capital de la isla. Un gran remolcador ha venido a su encuentro, y le precede después para señalar el rumbo seguro en este mar abundante en peligros y emboscadas, menos frecuentado que el de Honolulu.
Empezamos a ver pueblos en la costa. Son en realidad bosques por las gallardas arboledas que se alzan entre los edificios. Estas casas, vistas de lejos, ofrecen un aspecto japonés, a causa de la forma de sus techos.
La isla expele humo por todas partes. Arriba, los conos de sus volcanes están envueltos en una nube siempre renovada. Al nivel del mar, los acantilados lanzan una respiración blanca. Todos los ángulos entrantes, roídos por las olas, tienen una grieta volcánica de continua exhalación. Es un humo tenue, casi transparente, que parece embellecer el paisaje con un adorno inesperado. Pero esta corona de chorros de humo que se prolonga en torno de la isla entera resulta inquietante y amenazadora. Contrasta con el esplendoroso terciopelo verde, moteado de oro, que invade sus tierras en declive y sólo deja de cubrir las alturas de los cráteres, donde la lava permanece desnuda.
Al atardecer doblamos un cabo y se abre ante nosotros una bahía en cuyo fondo hay poblaciones diseminadas, grupos de techos sombreados por cocoteros y palmeras.
Un vaporcito viene hacia nosotros tripulado por hombres vestidos de blanco. Esta embarcación deja detrás de ella una melodía de voces o instrumentos. Atenuada por las inmensidades del océano y del cielo, tiene la fragilidad sonora, cristalina o inocente de las viejas cajas de música. Es Hawai, el antiguo Hawai de los collares de flores, de los cantos de amor, de las danzas voluptuosas y las poesías improvisadas, que sale a nuestro encuentro.
Echan una escala desde el buque y trepan por ella, ágiles pero con voluntaria lentitud, los músicos de pantalón blanco y collar en el pecho. Tienen la mesurada gravedad de los que van a cumplir una función patriótica. Tras de ellos suben varios periodistas del país, que desean verme.
Forma grupo la orquesta en una de las cubiertas. Se compone de violines, de guitarras, que tocan los hawaianos acostándolas en una rodilla para pellizcarlas a estilo de salterio, y de un guitarrito que puede guardarse en un bolsillo y es el verdadero instrumento nacional. Algunos pasajeros, conocedores del archipiélago por anteriores viajes, esperan con avidez esta música.
Van a tocar el Aloha (pronunciar Aloja), título que quiere decir indistintamente «adiós» y «bienvenido». Los conferencistas del Franconia nos han explicado en noches anteriores que el idioma de Hawai sólo consta de treinta y dos palabras, y una misma palabra significa cosas diversas, según su colocación en la frase. Las letras las pronuncian todas, y esta pronunciación, según los citados conferencistas, se parece a la española más que a ninguna otra lengua. Tal pobreza aparente de palabras no ha impedido a los hawaianos ser poetas en los momentos importantes de su vida. Ahora Aloha significa «bienvenido».
Empieza la música y empieza igualmente el encanto adormecedor, suave, «poético» -no puede emplearse otra palabra más exacta-, que vos va a acompañar todo el tiempo que permaneceremos en el archipiélago, siguiéndonos de una isla a otra.
En este momento, mientras escribo las presentes líneas, siento la influencia, la obsesión de la música hawaiana que empieza a sonar en mi memoria. El que ha oído el Aloha y otra romanza titulada El collar de las islas, las canturrea siempre en los momentos que ensueña despierto, y se considera infeliz cuando no puede recordarlas.
No es música enérgica y violenta, como la de muchos pueblos primitivos; tampoco es el lamento temblón y monótono de las razas orientales. Tiene un sentimentalismo delicado, que pudiéramos llamar literario; es la romanza lánguida y añorante de una gente de musicalidad superior. No entran en ella muchas notas, y sin embargo se repite sin fatiga, deseando llegar a su final por el placer de cantarla de nuevo.
De todos los músicos del mundo civilizado, el único que viene a la memoria al escuchar estos Lieder amorosos del antiguo Hawai es Schubert.”


Vicente Blasco Ibáñez. La vuelta al mundo de un novelista. Editorial Prometeo.