EL FRANCONIA EN HAWAI
“Según nos
aproximamos, las montañas, que tenían de lejos un color gris de lava, se van
haciendo verdes. El Mauna Kea queda a un lado con su brumoso sudario, y vemos
al fin la verdadera fisonomía de la isla.
Las vertientes son antiguas
cascadas de lava petrificada, pero en las arrugas tortuosas de sus barrancos
crece una compacta arboleda. Entre estos cordones de verde oscuro se extienden
grandes declives de verde esmeralda: las plantaciones de caña de azúcar.
Algunas de ellas, por estar la caña en flor, aparecen moteadas de un blanco
sonrosado.
Navega el Franconia cerca de la
costa, todo lo que es prudente en un archipiélago volcánico donde surgen de
pronto arrecifes y pequeños islotes y vuelven a desaparecer poco después, sin
dar tiempo a que los marquen en las cartas de navegar. Unas veces la costa es
vertical hasta una altura de centenares de metros; otras avanza en pequeños
cabos de lomo redondo o agudo. Las nieves de las montañas del interior
descienden hasta la costa al liquidarse, y caen en el océano como cables
blancos y espumosos de incesante volteo. Vistos de cerca, estos torrentes deben
ser de una energía enorme, que se pierde sin provecho para nadie. Es tan escasa
la gente en las islas, que a pesar de que pertenecen ahora a los Estados Unidos
-primera potencia industrial del mundo-, nadie piensa en aprovechar tales
fuerzas.
Al pie del acantilado, muchos
peñascos están perforados por las olas, en forma de cuevas o de pórticos.
Apenas puede verse el color negruzco de la piedra, lo mismo orillas del mar que
en las cumbres. El trópico cubre la áspera lava con una vegetación eternamente
primaveral. De lejos parece sutil pelusa verde, levísimo musgo, y sólo cuando
vemos moverse en estas praderas insectos diminutos que son vehículos o
caballos, nos damos cuenta de las proporciones del falso césped.
Se abre a ras del mar la barrera
montañosa en valles triangulares. Se ven en ellos casas de madera entre grupos
de palmeras; pero los edificios, cuando no los miramos con anteojos, parecen
guijarros, y los árboles simples matas. Un ferrocarril sigue la costa, salvando
las cortaduras de valles y desaguaderos sobre largos viaductos, unos sólidos,
otros colgantes. En las playas ruedan incesantemente dos líneas de olas
gigantescas. Hay ante ellas unas estacadas de pilotes de piedra; pero no son
obra del hombre, sino fragmentos verticales de murallas de coral rotas por el
tenaz ariete de las aguas. La doble hilera de rompientes se hincha, avanza,
transparentando la luz como un muro de esmeralda, y se desploma entre los
retorcimientos de su cabellera de espumas.
Sigue avanzando el Franconia con
dirección al invisible puerto de Hilo, capital de la isla. Un gran remolcador
ha venido a su encuentro, y le precede después para señalar el rumbo seguro en
este mar abundante en peligros y emboscadas, menos frecuentado que el de
Honolulu.
Empezamos a ver pueblos en la
costa. Son en realidad bosques por las gallardas arboledas que se alzan entre
los edificios. Estas casas, vistas de lejos, ofrecen un aspecto japonés, a
causa de la forma de sus techos.
La isla expele humo por todas
partes. Arriba, los conos de sus volcanes están envueltos en una nube siempre
renovada. Al nivel del mar, los acantilados lanzan una respiración blanca.
Todos los ángulos entrantes, roídos por las olas, tienen una grieta volcánica
de continua exhalación. Es un humo tenue, casi transparente, que parece
embellecer el paisaje con un adorno inesperado. Pero esta corona de chorros de
humo que se prolonga en torno de la isla entera resulta inquietante y
amenazadora. Contrasta con el esplendoroso terciopelo verde, moteado de oro,
que invade sus tierras en declive y sólo deja de cubrir las alturas de los
cráteres, donde la lava permanece desnuda.
Al atardecer doblamos un cabo y
se abre ante nosotros una bahía en cuyo fondo hay poblaciones diseminadas,
grupos de techos sombreados por cocoteros y palmeras.
Un vaporcito viene hacia
nosotros tripulado por hombres vestidos de blanco. Esta embarcación deja detrás
de ella una melodía de voces o instrumentos. Atenuada por las inmensidades del
océano y del cielo, tiene la fragilidad sonora, cristalina o inocente de las
viejas cajas de música. Es Hawai, el antiguo Hawai de los collares de flores,
de los cantos de amor, de las danzas voluptuosas y las poesías improvisadas,
que sale a nuestro encuentro.
Echan una escala desde el buque
y trepan por ella, ágiles pero con voluntaria lentitud, los músicos de pantalón
blanco y collar en el pecho. Tienen la mesurada gravedad de los que van a
cumplir una función patriótica. Tras de ellos suben varios periodistas del
país, que desean verme.
Forma grupo la orquesta en una
de las cubiertas. Se compone de violines, de guitarras, que tocan los hawaianos
acostándolas en una rodilla para pellizcarlas a estilo de salterio, y de un
guitarrito que puede guardarse en un bolsillo y es el verdadero instrumento
nacional. Algunos pasajeros, conocedores del archipiélago por anteriores
viajes, esperan con avidez esta música.
Van a tocar el Aloha (pronunciar
Aloja), título que quiere decir indistintamente «adiós» y «bienvenido». Los
conferencistas del Franconia nos han explicado en noches anteriores que el
idioma de Hawai sólo consta de treinta y dos palabras, y una misma palabra
significa cosas diversas, según su colocación en la frase. Las letras las
pronuncian todas, y esta pronunciación, según los citados conferencistas, se
parece a la española más que a ninguna otra lengua. Tal pobreza aparente de
palabras no ha impedido a los hawaianos ser poetas en los momentos importantes
de su vida. Ahora Aloha significa «bienvenido».
Empieza la música y empieza
igualmente el encanto adormecedor, suave, «poético» -no puede emplearse otra
palabra más exacta-, que vos va a acompañar todo el tiempo que permaneceremos
en el archipiélago, siguiéndonos de una isla a otra.
En este momento, mientras
escribo las presentes líneas, siento la influencia, la obsesión de la música
hawaiana que empieza a sonar en mi memoria. El que ha oído el Aloha y otra
romanza titulada El collar de las islas,
las canturrea siempre en los momentos que ensueña despierto, y se considera
infeliz cuando no puede recordarlas.
No es música enérgica y
violenta, como la de muchos pueblos primitivos; tampoco es el lamento temblón y
monótono de las razas orientales. Tiene un sentimentalismo delicado, que
pudiéramos llamar literario; es la romanza lánguida y añorante de una gente de
musicalidad superior. No entran en ella muchas notas, y sin embargo se repite
sin fatiga, deseando llegar a su final por el placer de cantarla de nuevo.
De todos los músicos del mundo
civilizado, el único que viene a la memoria al escuchar estos Lieder amorosos
del antiguo Hawai es Schubert.”
Vicente Blasco Ibáñez. La vuelta al mundo de un novelista. Editorial
Prometeo.