CARRUAJE A ZAMORA
“Zamora conserva, a semejanza de Toledo, un extraño carácter de
Edad Media. No han abandonado aún sus habitantes el sayo, la caperuza y las
abarcas del villano antiguo, ni sus lindas mujeres salen a la calle sin la
característica mantilla sayagüesa, de vivos y ricos colores. Cuando digo que
las zamoranas son lindas, no hago poesía, sino que consigno una gran verdad;
blancas, pelinegras, con ojos de azabache y sonrosadas mejillas, forman un tipo
en que el Norte y el Mediodía se han combinado harmoniosamente y lucen a
competencia. Realza su gentileza la mantilla que he citado, que cubre desde la
cabeza hasta los muslos, y en la cual se embozan con soltura; una sarta de
cuentas de vidrio asoma por debajo de los poblados rodetes de trenzas negras,
peinado sencillo del país; una saya corta, oscura, ciñe el airoso cuerpo, y un
pulido zapato y una media azul en las solteras, negra en las casadas y viudas,
completa este pintoresco traje.
Como el tren no saldrá hasta las ocho de la noche, tenemos tiempo
de ver con detención Zamora. En consecuencia, henos aquí, después de haber
almorzado y reparado el desorden que dos largos días de carruaje ocasionan en
la toilette, recorriendo la vieja ciudad en todos sentidos, no sin que los
chicos abran tamaña boca al ver que nos paramos ante algún vetusto edificio, y
nos tomen por franceses, ingleses o cómicos, cosas que por lo visto tienen para
ellos muchos puntos de contacto.
Hay ciudades que se condensan en un hecho, en un recuerdo, en un
nombre. Toledo en Carlos V, La
Coruña en María Pita, Valencia en el Cid, Zamora en doña
Urraca. Hay el arco de doña Urraca, el alcázar de doña Urraca, el busto de doña
Urraca. En cuanto a Vellido Dolfos, por un castigo digno del Dante, no ha
quedado del traidor ni aun la memoria, y trabajo me costó que me indicasen el
emplazamiento del portillo en donde clavó al Rey don Sancho el famoso venablo.
En vano busqué también una tumba, una inscripción que conmemorase a
los Ordóñez de Lara, esos épicos campeones de Zamora, que sostuvieron aquel
terrible reto que alcanzaba «a las aguas, a las piedras, a los aires, a los
muertos y a los que habían de nacer». Sus huesos dormirán en algún polvoriento
rincón de alguna iglesia, y las arañas hilarán sus redes con paciente tenacidad
sobre su olvidada tumba.
En cambio no me costó trabajo hallar el antiguo palacio del obispo
Acuña, aquel prelado díscolo y guerreador que manejaba la espada con tan gentil
talante como llevaba la mitra, y a quien el Alcaide Ronquillo colgó de los
hierros de su prisión por haberse puesto al frente de las Comunidades de
Castilla. He aquí también la gótica fachada de la Inquisición, y el palacio
del Conde de Puñonrostro, que el pueblo, poeta por instinto, llama de las
Golondrinas, sin duda porque estas inocentes avecillas hacen sus nidos en las
bocas de los monstruos de piedra que guarnecen la fachada.
La catedral, fuera de la magnífica cornisa del más puro
Renacimiento, que adorna interiormente el frontis y de la sillería del coro,
cuyas esculturas son de gran mérito, no ofrece nada de notable. Rezaremos un
credo al señor de las Injurias cuya milagrosa imagen se venera allí, y vamos a
ver las orillas del río y el puente.
El puente,
moderno, no me detuvo mucho, y después de haber saludado la cabeza esculpida en
piedra que el pueblo llama «el retrato de doña Urraca» y que corona un arco
antiquísimo, creo haber llenado a conciencia el deber del viajero, de verlo
todo y a destajo.
Solo me falta apuntar una tradición.
Hay en Zamora una fuente que se llama de las Llamas, en donde dicen
que hubo en otro tiempo un volcán, que en un día dado, creo que el de la Natividad del Señor, se
trocó a ruegos del pueblo afligido, en la fuente de agua pura y fresca que
vemos hoy.
Si viene algún sabio geólogo a decirme que el terreno de Zamora no
es plutónico y que por consecuencia, la formación volcánica es imposible, etc.,
etc., le agradeceré la buena intención, pero le daré el consejo de que no se
dedique en su vida a la poesía.
¡Las ocho ya! el ómnibus de la estación va a salir, tomémosle a
toda prisa, o arriesgamos quedarnos un día más con doña Urraca y el obispo
Acuña.
Henos aquí ya en marcha para Burgos, instalados en un cómodo wagon,
en compañía de una porción de caballeros que no se han visto en su vida, pero
que con la genial franqueza española empiezan a charlar.
¿De qué hablaban?, dirá alguien. ¿De qué pueden hablar ocho
españoles reunidos, sino de política?
Imitando el ejemplo del mayoral, los viajeros cortaron un sayo a la
gloriosa, que no había más que pedir; se enzarzó la discusión sobre la cuestión
reformista, y a un pobre ídem que se atrevió a emitir su opinión le trataron (y
pienso que no sin motivo) de mal español, filibustero, y otras lindezas; y a
todo esto el sueño se apoderó de mí, y me dormí sirviéndome de arrullo las
palabras libertad, Congreso, Castelar, Antillas, pronunciamientos, masas
inconscientes, etc., para no despertar sino cuando gritaron con una voz
bastante ronca:
—¡Burgos! ¡veinte minutos!
Y saltando a toda prisa del wagon, nos lanzamos a recoger el
equipaje.
Emilia Pardo Bazán.
Apuntes de un viaje.
Real Academia Galega.