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lunes, 30 de junio de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EN EL POLVO DE ELEUSIS


         “Hoy en día la Vía Sacra no tiene nada de sagrado, excepto el nombre. Parte el camino de lo que otrora fue la antigua ciudad de Atenas, entre tendejones y edificios industriales, y pasa a través de suburbios misérrimos mientras asciende lentamente hacia las primeras estribaciones de la cordillera que limita por el occidente la llanura ática. El viajero de la Antigüedad solía detenerse en la cima, a descansar en un bosquecillo de laureles consagrado a Apolo. Todavía en nuestro tiempo son tales árboles los que dan nombre al lugar; sin embargo, hace muchos años que se construyó allí un monasterio cristiano, con el propósito de borrar la memoria de aquellos viajeros paganos, y el pinar que lo rodea es ahora el escenario en que cada año se celebra el Festival Vinícola de Dafne. De la cumbre, el camino desciende a la feraz llanura rariana donde, según se decía, las gramíneas fueron cultivadas por primera vez. En la actualidad esta llanura es la región más industrializada de Grecia, y aunque el camino sigue su trayecto original a lo largo de la playa, la estrecha bahía de Salamina, donde un día los atenienses derrotaron a la flota persa, que era muy superior a la suya, ahora se encuentra congestionada por los buques petroleros allí fondeados para descargar en las laberínticas instalaciones de almacenamiento.
         El viaje a Eleusis representaba una travesía al otro mundo para recobrar de la muerte a la hija de la generatriz de los granos, Demeter, cuyo dolor por la pérdida filial podía ser aliviado sólo a través del misterio del renacimiento. Es muy probable que el viajero que recorre la moderna autopista no pueda siquiera localizar los arroyuelos salobres que se creía manaban de una fuente subterránea y que en otro tiempo constituían la frontera entre los dos mundos. Un hombre llamado Krokon (Krokos, kroko, azafrán) pasaba por ser el primero que había vivido del otro lado, como esposo de la eleusina Sesara, nombre que era un epíteto de la terrible reina de los muertos. Como es natural, solamente los sacerdotes tenían el privilegio de pescar en aquellas aguas, pues eran ellos, los herederos de aquel oficio, quienes regulaban el paso de la vida a la muerte, un pasaje que la fe eleusina consideraba como una unión metafísica entre amantes a trabes de una división de agua. En Eleusis misma la religión que constituía la meta del viajero en la Antigüedad estaba protegida de miradas profanas por las murallas del santuario, y el dogma esencial era revelado únicamente a aquellos que, bajo pena de muerte, habían hecho votos de mantenerlo en secreto y se habían sometido a un prolongado aleccionamiento para su iniciación. Y si bien las murallas se han convertido en ruinas y brevemente en la zona prohibida, el secreto no se encuentra ya en ese lugar. Un siglo de excavaciones arqueológicas ha logrado solamente poner al descubierto los vestigios de un santuario que fue destruido no sólo por el tiempo, sino por el odio enconado de una fe rival, ya que los misterios de Eleusis compitieron demasiado bien con la nueva religión y, finalmente, en el cuarto siglo de la era cristiana, fueron violentamente clausurados, después de casi dos milenios durante los cuales fueron el principal consuelo espiritual para todo el mundo helenizado.
         El templo profanado ha perdido su carácter sagrado; hace mucho tiempo que todos sus dioses murieron o fueron expulsados. Pero en Atenas, unos seis metros bajo el nivel de la ciudad moderna, aún podemos hollar un tramo de la Vía Sacra, en el punto en que dejaba la puerta de la ciudad y pasaba por entre los monumentos del cementerio antiguo. Cuando uno se encuentra en el lugar de esta excavación la ciudad intrusa desaparece y podemos contemplar directamente la Acrópolis, a través de los siglos. En el pantanoso terreno que se extiende a los lados del camino crecen cañaverales que florecen profusamente; entre el croar de las ranas aún podemos casi escuchar los gritos exultantes de los iniciados cuando partían hacia Eleusis, llamando a Iaccos (Iakchos), como en el coro eleusino de Las ranas, de Aristófanes. Este Iaccos era quien los guiaría a los misterios. En una de las intervenciones del coro en Ion, de Eurípides, también nos llega algo del regocijo primigenio. Allí los iniciados hablan de la santa sexta noche, cuando finalmente llegarían al pozo sagrado, junto a la puerta del santuario en Eleusis. En ese sitio cantarían y danzarían sin pegar los ojos en toda la noche, en honor de Dionisios y de la madre y la hija sagradas, Demeter y Perséfone. Y con su danza se mezclarían también el cielo estrellado y la Luna y todas las cincuenta hijas de Océano, que saldrían de los ríos y del mar.”



R. Gordon Wasson. 
El camino a Eleusis. 
Fondo de Cultura Económica.