EN TANGANIKA
“Nos embarcamos el 10 de abril para la
isla desierta de Bangüé, que está situada en frente de Kehuili. Nuestra
navegación, pues, comenzó verdaderamente el 12. Mi canoa, llevando por
primera vez sobre estas aguas la bandera que desde hace mil años desafía
tempestades y combates, salió de la
concha de Bangüé, seguida por la del capitán Speke, dobló la punta de la bahía
y se dirigió hacia la región desconocida que constituye la parte septentrional
del Tanganica.
Nuestra tripulación no remaba con
regularidad ni en silencio. Estos hijos de la Onda, como ellos se llaman, acompañan el juego de
sus pagayas o remos con un griterío prolongado y melancólico, emitido por
solistas, a quienes responde gimiendo la voz del coro. De vez en cuando se
elevan los gritos de alegría de los adolescentes, que producen en los adultos
una violenta excitación, y el ruido de los cuernos y del tam-tam, que dos
marinos hacen retumbar en la proa de cada canoa.
Cuando dos piraguas marchan unidas, se
establece entre ellas una verdadera lucha para ver quién marcha a la cabeza.
Esto produce choques en ocasiones, y la dificultad para utilizar las pagayas,
que chocan unas contra otras, resulta un pretexto para descansar, gritarse e
insultarse, actividades sin las cuales en este país dejaría de haber
conversación.
A diferentes intervalos, se detienen para
comer, beber y fumar, llenando a todas horas su pipa de cáñamo, para ponerse
después a remar en medio de los gritos y la tos que produce el consumo de este
narcótico. Pero si las paradas son numerosas cuando se trata de las costumbres
o caprichos de los remeros, es imposible lograr la más breve pausa cuando somos
nosotros quienes hemos de aprovecharla.
En consecuencia, me fue imposible
asegurarme de la profundidad del lago, que según los indígenas no puede ser
medido sino en las orillas. La tripulación hubiera preferido verme en el fondo
del lago antes que detenerse un solo instante para tal operación. Y sin
embargo, a veces, en los instantes más preciosos, perdía una hora para
apoderarse de un pez muerto que flotaba en el agua. Nunca pasamos por delante de
una aldea sin que hubiera una disputa: unos querían asaltarla, y los demás se
oponían simplemente por llevar la contraria. La querella seguía su curso, y
cuando la canoa llegaba a la orilla, lo que sucedía a menudo, los remeros saltaban a tierra sin
consultar más que a sus propios deseos.
De esta forma, los altos no se hacen a
horas fijadas ni con un objeto determinado. Después del desembarco, cada cual
se marcha por su lado, unos en busca de víveres y leña, y otros para echarse a
dormir bajo abrigos improvisados.
Cuando los indígenas se alejan de sus
casas, multiplican las paradas, mueven los remos con gran lentitud, y en
consecuencia se avanza bastante poco. Cuando regresan, contrariamente, viajan
con tan furiosa actividad, que llegan a poner en peligro la vida del viajero.
A pesar de lo insalubre del clima, que
pasa continuamente de un frío húmedo a un calor sofocante, las tripulaciones
numerosas y bien armadas se detienen en Vuafaña para tomar un alimento copioso
cuando se dirigen hacia el norte y para embarcar provisiones cuando vuelven a
sus casas. Por lo demás, a estas brisas perpetuas que se alternan con rayos
ardientes debe este distrito su fertilidad.
El carácter poco hospitalario de los
indígenas no permite que se comercie con ellos ni que se viaje atravesando el
Rundí. Nuestra tripulación se dispuso, por este motivo, a alejarse de su
litoral y a atravesar el Tanganica, dividido en esta latitud por la isla de
Bueri.
Esta isla, la única que se encuentra en
el centro del lago, es una roca de cuarenta kilómetros de longitud por ocho de
anchura media, que tan pronto se inclina hacia la superficie del lago como se
levanta en abruptos promontorios desgarrados ocasionalmente por gargantas más o menos estrechas. Verde desde la cima a
la base, Bueri está cubierta de una vegetación tal vez más rica y abundante que
la de las márgenes del lago. Hacia la derecha el suelo aparece cuidadosamente
cultivado; pero el viajero no puede llegar más que a los emplazamientos
principales, porque las selvas de sus colinas abrigan una población formidable
y feroz, y cada matorral, o al menos eso es lo que se cree, oculta a un cazador
ávido de carne humana.
El18 de abril amaneció sombrío y
amenazador. Espesas nubes violetas ocultaban el horizonte septentrional del
cielo. A pesar de todo, nos embarcamos para dirigirnos a la isla. Apenas los
remeros habían tomado posesión de sus barcas, volvieron a la orilla para coger
algunas cargas de mandioca, mientras el capitán y yo permanecíamos en las
piraguas.
De repente oí un griterío inusitado: vi a
nuestros remeros acercarse a toda prisa, y a Khudabach, perseguido por una
legión de negros lanza en ristre, trepar por las rocas mientras un salvaje
completamente desnudo saltaba tras él a cierta distancia, blandiendo con una
mano el sable del beluchistano, cuya vaina llevaba en la otra. Cannena presidía
el tumulto con su presencia, y las risas de la multitud demostraron que no
había en ella mala intención.”
Richard Burton. Las Montañas de la Luna. Valdemar.