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viernes, 6 de junio de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EN TANGANIKA


“Nos embarcamos el 10 de abril para la isla desierta de Bangüé, que está situada en frente de Kehuili. Nuestra navegación, pues, comenzó verdaderamente el 12. Mi canoa, llevando por primera vez sobre estas aguas la bandera que desde hace mil años desafía tempestades  y combates, salió de la concha de Bangüé, seguida por la del capitán Speke, dobló la punta de la bahía y se dirigió hacia la región desconocida que constituye la parte septentrional del Tanganica.
Nuestra tripulación no remaba con regularidad ni en silencio. Estos hijos de la Onda, como ellos se llaman, acompañan el juego de sus pagayas o remos con un griterío prolongado y melancólico, emitido por solistas, a quienes responde gimiendo la voz del coro. De vez en cuando se elevan los gritos de alegría de los adolescentes, que producen en los adultos una violenta excitación, y el ruido de los cuernos y del tam-tam, que dos marinos hacen retumbar en la proa de cada canoa.
Cuando dos piraguas marchan unidas, se establece entre ellas una verdadera lucha para ver quién marcha a la cabeza. Esto produce choques en ocasiones, y la dificultad para utilizar las pagayas, que chocan unas contra otras, resulta un pretexto para descansar, gritarse e insultarse, actividades sin las cuales en este país dejaría de haber conversación.
A diferentes intervalos, se detienen para comer, beber y fumar, llenando a todas horas su pipa de cáñamo, para ponerse después a remar en medio de los gritos y la tos que produce el consumo de este narcótico. Pero si las paradas son numerosas cuando se trata de las costumbres o caprichos de los remeros, es imposible lograr la más breve pausa cuando somos nosotros quienes hemos de aprovecharla.
En consecuencia, me fue imposible asegurarme de la profundidad del lago, que según los indígenas no puede ser medido sino en las orillas. La tripulación hubiera preferido verme en el fondo del lago antes que detenerse un solo instante para tal operación. Y sin embargo, a veces, en los instantes más preciosos, perdía una hora para apoderarse de un pez muerto que flotaba en el agua. Nunca pasamos por delante de una aldea sin que hubiera una disputa: unos querían asaltarla, y los demás se oponían simplemente por llevar la contraria. La querella seguía su curso, y cuando la canoa llegaba a la orilla, lo que sucedía  a menudo, los remeros saltaban a tierra sin consultar más que a sus propios deseos.
De esta forma, los altos no se hacen a horas fijadas ni con un objeto determinado. Después del desembarco, cada cual se marcha por su lado, unos en busca de víveres y leña, y otros para echarse a dormir bajo abrigos improvisados.
Cuando los indígenas se alejan de sus casas, multiplican las paradas, mueven los remos con gran lentitud, y en consecuencia se avanza bastante poco. Cuando regresan, contrariamente, viajan con tan furiosa actividad, que llegan a poner en peligro la vida del viajero.
A pesar de lo insalubre del clima, que pasa continuamente de un frío húmedo a un calor sofocante, las tripulaciones numerosas y bien armadas se detienen en Vuafaña para tomar un alimento copioso cuando se dirigen hacia el norte y para embarcar provisiones cuando vuelven a sus casas. Por lo demás, a estas brisas perpetuas que se alternan con rayos ardientes debe este distrito su fertilidad.
El carácter poco hospitalario de los indígenas no permite que se comercie con ellos ni que se viaje atravesando el Rundí. Nuestra tripulación se dispuso, por este motivo, a alejarse de su litoral y a atravesar el Tanganica, dividido en esta latitud por la isla de Bueri.
Esta isla, la única que se encuentra en el centro del lago, es una roca de cuarenta kilómetros de longitud por ocho de anchura media, que tan pronto se inclina hacia la superficie del lago como se levanta en abruptos promontorios desgarrados ocasionalmente por gargantas  más o menos estrechas. Verde desde la cima a la base, Bueri está cubierta de una vegetación tal vez más rica y abundante que la de las márgenes del lago. Hacia la derecha el suelo aparece cuidadosamente cultivado; pero el viajero no puede llegar más que a los emplazamientos principales, porque las selvas de sus colinas abrigan una población formidable y feroz, y cada matorral, o al menos eso es lo que se cree, oculta a un cazador ávido de carne humana.
El18 de abril amaneció sombrío y amenazador. Espesas nubes violetas ocultaban el horizonte septentrional del cielo. A pesar de todo, nos embarcamos para dirigirnos a la isla. Apenas los remeros habían tomado posesión de sus barcas, volvieron a la orilla para coger algunas cargas de mandioca, mientras el capitán y yo permanecíamos en las piraguas.
De repente oí un griterío inusitado: vi a nuestros remeros acercarse a toda prisa, y a Khudabach, perseguido por una legión de negros lanza en ristre, trepar por las rocas mientras un salvaje completamente desnudo saltaba tras él a cierta distancia, blandiendo con una mano el sable del beluchistano, cuya vaina llevaba en la otra. Cannena presidía el tumulto con su presencia, y las risas de la multitud demostraron que no había en ella mala intención.”

Richard Burton. Las Montañas de la Luna. Valdemar.