LOS RESIDENTES ÁRABES
"Muchas gentes me habían augurado un mal recibimiento por parte de
los árabes, pero su acogida fue, por el contrario, de lo más cordial, y nunca
podré elogiarla lo suficiente. ¡Qué diferencia tan notable entre la
hospitalidad generosa, el sincero interés y la franca amistad que encontramos
entre los individuos de aquella noble raza, y la parsimonia y el egoísmo feroz
y brutal del salvaje africano! Era como encontrar corazones de cera después de
haber tropezado con corazones de roca. Uno de ellos sobre todo, el llamado
Snay-ben-Emir, era de la madera con que se hacen los amigos: generosos y
discretos, lleno a la vez de valor y de prudencia, presto siempre a arriesgar
su vida por conservar limpio el honor y, lo que es muy raro en Oriente, tan honrado
como valiente.
El árabe que llega de la costa se cruza en Cazé con los que vuelven
del lago Tanganica y del Ruvuia, y encuentra allí caminos frecuentados que se
dirigen al norte, hacia los poderosos reinos de Caragüe, de Uñoro y de Uganda y
que le conducen a las orillas del lago de Kerehué. El Rori y el Bena, el Sanga
y el Senga, le envían desde el sur su marfil y sus esclavos, y los productos de
las comarcas de Khokoro, de Fipa y del Marungu, así como los del valle de
Rukua, vienen del Sudeste a cambiarse por sus telas, sus cuentas de vidrio y
sus hilos metálicos.
Por último, los jefes de las caravanas tienen que detenerse aquí
forzosamente, porque los cargadores, tanto los que han sido contratados en la
costa como los que se contrataron en las orillas del lago, se dispersan en
cuanto llegan a Cazé, poniendo al viajero o comerciante en la necesidad de
reunir un nuevo grupo, operación siempre difícil, y mucho más cuando se
aproxima la estación de la siembra.
Cazé no es una aldea, sino una colección separada de media docena
de tembés o grandes edificios, de construcción oblonga, que tienen todos un
patio central, grandes almacenes separados, barracas para los esclavos, y
jardines. Finalmente, alrededor de esta especie de núcleo están agrupadas las
chozas de los indígenas, acumulación de chiribitiles infectos que llevan el
nombre de su fundador.
En 1852 fue cuando esta parte de la provincia de Ñañembé recibió
los primeros colonos. En esa época fue cuando llegaron Snay-ben-Emir y Musa y
encontraron la estación desierta. Estos árabes construyeron casas, abrieron
pozos, y convirtieron este lugar deshabitado en una plaza comercial y populosa.
Sería difícil establecer el número de residentes árabes que hay en
el Ñañembé, pues de la misma manera que los ingleses en sus posesiones de la India, estos comerciantes no
hacen más que recorrer el país sin colonizarle. Su número, en consecuencia,
está muy lejos de ser fijo, aunque generalmente no se cuentan más de
veinticinco. Durante la estación de los viajes o cuando se juzga inminente una
campaña, apenas hay tres o cuatro. Esto es para ellos algo bastante enojoso.
Son demasiado fuertes para ceder sin combatir, pero no lo son, sin embargo, lo
bastante para luchar con éxito.
A excepción de Musa, que nació en Kojah, ciudad de la India inglesa, todos estos
comerciantes son árabes, naturales del Omán. Tienen aquí una existencia que,
más que cómoda, podría calificarse de fastuosa. Sus casas, aunque de un solo
piso, son bastante extensas y están sólidamente construidas; sus jardines son
grandes y muy bien dispuestos; y reciben regularmente de Zanzíbar, no solamente
cuanto es necesario para la vida, sino también un gran número de objetos de
lujo. En torno a ellos vive una turba de esclavos perfectamente enseñados para
el servicio y acostumbrados a los trabajos más necesarios. Usan asnos de
Zanzíbar por cabalgaduras, y los menos ricos poseen rebaños de vacas y cameros.
Lo único que les falta es un gobierno, pues tienen bastante necesidad
de un jefe inteligente y valeroso."
Richard Burton. Las Montañas de la Luna. Valdemar.