POR LA ROMA IMPERIAL
“Es cierto que el bullicio de las calles
de la Roma imperial
no invitaba precisamente a pasear. El transeúnte se topaba con los puestos,
chocaba con otros peatones, los jinetes le salpicaban de barro, le acosaban los
mendigos sentados en las cuestas, bajo las arcadas o sobre los puentes y le
magullaban los militares, quienes orgullosos de su uniforme, parecían asolar
todo lo que encontraban en su camino y hundían los clavos de sus botas en los
pies del civil lo bastante temerario como para no cederles el paso. Pero, antes
que un engorro, la visión de este incesante y abigarrado trasiego constituía un
placer para el romano. La marea en la que iba inmerso el paseante arrastraba en
sí a todas las naciones del mundo conocido: “campesinos tracios y sármatas que
se alimentaban de sangre de caballo”, egipcios que se habían bañado en las
aguas del Nilo y “exóticos habitantes de Cilicia que se rociaban con azafrán,
árabes, sicambros y negros etíopes”. Toda esta multitud, aunque no tuviera nada
que vender, seducía con su labia y llamaba la atención, unos mediante su
destreza para construir torres y otros, como los encantadores de serpientes,
mediante su habilidad. Además, al estar vigente la prohibición del tránsito de
carros, el hecho de tener que caminar le brindaba la oportunidad de disfrutar
sin peligro con todo este maremágnum. No obstante, el romano podía pasear a
lomos de su propia mula o la que amablemente le había prestado un amigo, o bien
alquilar por unos denarios una al mulero númida que se encargaba de llevar las
bridas; también podía arrellanarse cómodamente en el interior de una litera (lectica)
cubierta con “lamina especular”, por la que podía ver y no ser visto,
abriéndose paso entre la multitud a hombros de seis u ocho esclavos sirios;
otro modo de pasear era salir en la silla portátil (sella) que las matronas
utilizaban para ir de visita y en la que era posible leer o escribir en marcha;
y, por último, había quienes salían con un carretón de mano (chiramaxium)
semejante al que Trimalción había regalado a su favorito. Pero para escapar del
barullo callejero los romanos no tenían más que dirigirse a las zonas
tranquilas o “paseos” de la ciudad: los foros y sus basílicas, desde que las
audiencias judiciales desaparecieron de ellas; los jardines de los emperadores
que éstos ponían a disposición del público, si bien no todos llegaban a ceder
su propiedad como hiciera César, para que los ciudadanos pudieran deleitarse
cuando en primavera “Flora perfumaba el aire y colgaba en guirnaldas de rosas
la gloria púrpura de los campos de Paestrum”; la explanada del Campo de Marte, con sus cercados de mármol (Saepta Iulia),
sus zonas sagradas y sus pórticos, abrigos contra el sol, asilos contra la
lluvia y en toda estación, como dijo Séneca, delicia del más inmundo de los
desocupados: “cum vilissimus Quisque in campo otium suum oblectet”.
De
estos pórticos aún se conserva la entrada del que Augusto consagrara al nombre
de su hermana Octavia, que albergaba entre las columnas de mármol el recinto de
los templos gemelos de Júpiter y Juno, con una superficie de 118 metros de longitud y
135 metros
de profundidad. Pero existían otros muchos al norte de este pórtico, enumerados
por Marcial al seguir el itinerario de su personaje gorrón Selius cuando va en
busca de algún amigo que le invite a cenar: el pórtico de Europa, el de los
Argonautas, el de las Cien Columnas, con su avenida de plátanos, o el de
Pompeyo, rodeado de bosquecillos. Estos monumentos no sólo brindaban en sus
recintos lugares agradables por la vegetación y las sombras, sino que también
estaban llenos de obras de arte, como los frescos que adornan algunos de sus
muros de fondo o las estatuas que decoraban las columnatas y los patios
interiores. Solamente en el pórtico de Octavia, según testimonio del Plinio el
Viejo, se encontraban un gran número de obras ejecutadas por Pasiteles y su
alumno Dionisio, el grupo escultórico de Alejandro y sus generales en la
batalla de Gránico realizado por Lisipo, una Venus de Fidias, una Venus de Praxiteles
y el Amor que este mismo escultor realizara para la ciudad Thespiae.
Al
parecer, el callejeo del pueblo-rey estaba alentado por un prodigioso botín
circundante. Sin embargo, aunque hubiera algunos romanos que se detuvieran a
contemplar estas obras, la mayoría de ellos las miraba como se observa a
objetos familiares. Marcial nos cuenta una anécdota que apoya nuestra opinión.
Una osa de bronce, situada en medio de otras esculturas de animales del pórtico
de las Cien Columnas, servía de entretenimiento a los paseantes. Un día que el
jovencito Hylas se divertía midiéndose con este animal como si hubiese estado
vivo, “metió en la boca del oso su delicada mano. Pero una víbora perversa se
había enroscado en el interior del bronce y en ella respiraba un alma más feroz
que la del inmenso oso. El niño no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde
y, cuando sintió el dolor de la picadura, ya estaba expirando”. Ésta es la
anécdota de unos chiquillos, pero veremos que no sólo ellos jugaban en los
pórticos, jardines, foros y basílicas.”
Jérôme
Carcopino. La vida cotidiana en Roma…
Ediciones Temas de Hoy.