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martes, 19 de septiembre de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





RUGGERO


         “La semana pasada, mientras estaba trabajando aquí, en Portugal, murió mi hermano. No quisiera ponerme triste; no quiero aburrir ni cansar a nadie. Pero fue un duro golpe. No me lo esperaba. Ninguno de nosotros se lo esperaba.
         Y pensar que mi hermano Ruggero se pasó la vida diciendo:
         --Me duele aquí, me duele allá.
         Y yo, y los amigos, le respondíamos:
         --Lo que a ti te pasa es que eres un enfermo imaginario.
         Un día, harto de semejante falta de consideración hacia sus achaques, Ruggero dijo:
         --El día que me muera tenéis que escribir sobre mi tumba: “¡Os había dicho que me encontraba mal, maldita sea!”
         Resulta difícil hablar ahora de esto.
         Mi hermano era ante todo un amigo. Y sé que entre hermanos este lazo de amistad no es muy habitual. Tenía cinco años menos que yo, pero en realidad yo le veía como un hermano mayor. Me gustaba su entereza, al menos aparente, porque en el fondo también tenía sus flaquezas. Siempre estaba preocupado por el futuro.
         Era un hombre muy ingenioso. De pocas palabras. Pero cuando contaba alguna cosa o hacía una crítica y aludía a algo, sobre todo en su oficio de montador, sus frases –es sabido—eran fulminantes: de auténtico y puro sentido del humor.
         Una vez hicimos una película juntos. El director, Gigi Magni lo quiso a toda costa. La película se llamaba Escipión el Africano (Scipione detto anche l´Africano), y él era Escipión el Emiliano, un politicastro ladrón. Por lo demás, aunque hayan pasado dos mil años, seguimos en las mismas.
         Las primeras dos semanas no hicimos otra cosa que reír, hasta el punto de que Gigi Magni se molestó:
         --Aquí todo el día se está de guasa, ¿eh? ¡Pues hay que ser más serios!
         Pero nosotros no conseguíamos ser serios. Hasta que, un buen día, la mujer con la que mantenía relaciones me mandó a paseo; entonces me sumí en la típica murria de los que se sienten abandonados, traicionados, etcétera.
         Teníamos un reparto de excelentes actores, sin duda, pero en aquel período no brillantísimos. Yo estaba aquejado de mal de amores; Gassman acababa de recuperarse de una dolencia hepática y parecía uno de esos gatos que salen de noche para volver al amanecer con las orejas mordisqueadas y el pelo erizado; Silvana Mangano, la pobre, nunca ha sido una mujer locuaz, sino más bien reservada. Por si fuera poco rodábamos en Pompeya, de noche: un paisaje no de los más alegres precisamente.
         Gigi Magni que es muy ingenioso, terminó por adoptar un vocabulario extravagante. Por ejemplo, refiriéndose a la cámara, decía:”¿Está preparada la cámara ardiente?” O bien: ”¿Habéis filmado los fuegos fatuos? Bien. Marcello, tú vas de ese túmulo a aquel otro ¿Les habéis puesto los paramentos sagrados a los actores?” Un verdadero lenguaje de funeral: yo no supe apreciarlo hasta después, cuando se me pasó desconcierto, pero estuvo realmente ingenioso. Por la mañana, al llegar, decía:”Tengo que ir a visitar las tumbas.” Y llamaba a la puerta de mi caravana: “Marcello, ¿qué tal estás?” “Bien, bien”, contestaba yo, sin abrir siquiera la puerta. Luego iba a la de Gassman y a continuación a la de Silvana Mangano. Hacía el vía crucis.
         Cuando se estrenó Escipión el Africano, mi madre fue a verla.
         --Bueno, Marcello, sí, estás bien, como siempre –me dijo--. ¡Pero el pelirrojo (se refería a mi hermano Ruggero, que tenía el pelo rojizo) Está mejor que tú!”


Marcello Mastroianni. 
Sí, ya me acuerdo… 
Ediciones B.