Mi lista de blogs

domingo, 1 de enero de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




UN GALLEGO EN RIO GALLEGOS

“El cabecilla de la revuelta se llamaba Antonio Soto.
Los habitantes del Sur aún recuerdan al gallego enjuto, pelirrojo, que apenas había terminado de perder la pelusa de las mejillas, con esos ojos azules miopes que se asocian con la ambigüedad y el fanatismo celtas. En aquella época usaba pantalones de montar y polainas, y llevaba la gorra insolentemente ladeada. Y se erguía en la calle cenagosa, mientras el viento hacía flamear sus banderas rojas, y vociferaba frases tomadas de Proudhon y Bakunin, clamando que la propiedad era un robo, y la destrucción, una pasión creadora.
Unos pocos inmigrantes españoles recuerdan incluso su encarnación anterior como tramoyista de unos actores itinerantes que habían llegado del norte y que representaban a Calderón y Lope de Vega en el escenario desnudo del Círculo Español. Y a veces interpretaba un papel secundario y se colocaba, decorativamente, contra las paredes encaladas de una aldea de Extremadura, paredes estas que se descascaraban de su telón de fondo confeccionado con lona.
Otros recuerdan que volvió a Río Gallegos doce años después de que pasaran los pelotones de fusilamiento. Aún interpretaba el papel del orador anarquista y usaba la camisa desabrochada hasta el ombligo. Pero esta vez podía exhibir un auténtico cuerpo de trabajador, marcado por las cicatrices de quemaduras que había recibido en una mina de salitre, en Chile. Se alojó en el Hotel Miramar y arengó a las familias de hombres que durante esos doce años habían yacido bajo cruces de madera blanqueada. Aquélla fue su última visita y declamó ante salas vacías. Sólo lo escucharon unos pocos españoles que asentían con movimientos de cabeza, y el gobernador lo echó a patadas al otro lado de la frontera.
Pero la mayoría de quienes conocieron a Antonio Soto recuerdan un corpachón de músculos fláccidos y una expresión que oscilaba entre la truculencia y la desesperación taciturna. En aquella época vivía en Punta Arenas y regentaba un pequeño restaurante. Y cuando los comensales se quejaban de la atención, respondía: «Este es un restaurante anarquista. Sírvase usted mismo». O se sentaba con otros exiliados españoles y rememoraban el terruño a través del delgado chorro que brotaba del porrón, recordando a quiénes debían venerar y a quiénes debían odiar en España, en tanto reservaban una maldición especial para el chico que Antonio había visto una vez en las calles de su puerto natal, El Ferrol, el muchacho acicalado cuya carrera había sido diametralmente opuesta a la suya y cuyo nombre era Francisco Franco Bahamonde.
Soto era hijo póstumo de un marinero español que se había ahogado durante la guerra de Cuba. A los diez años riñó con su padrastro y se fue a vivir con unas tías solteras en El Ferrol. Era devoto y puritano y enarbolaba estandartes en las procesiones religiosas. A los diecisiete años leyó las diatribas de Tolstoi contra el servicio militar y huyó a Buenos Aires para evadir el suyo. Gravitó hacia el teatro y hacia los grupos marginales del movimiento anarquista. Había muchos anarquistas en Buenos Aires, y Buenos Aires es un gran teatro.
Se incorporó a la Compañía de Teatro Español Serrano-Mendazo y en 1919 navegó en gira por los puertos de la Patagonia. Su llegada a Río Gallegos coincidió con la caída del precio de la lana, reducciones de salarios, nuevos impuestos y nuevas tensiones entre los criadores anglosajones y su personal. Los británicos asistían a la revolución roja que se desarrollaba en el otro extremo del mundo y se identificaban con los aristócratas rusos aislados en la estepa. Una semana su periódico, el Magellan Times, publicó una ilustración que mostraba la sala de una casa solariega cuyo propietario se humillaba ante un matón que tenía el torso desnudo cruzado por las cananas. El epígrafe rezaba: «Orgía nocturna de los maximalistas en la hacienda de Kislodovsk. ¡Cinco mil rublos o la vida!».
El mentor de Soto en Río Gallegos era un abogado y petimetre español, José María Borrero, de unos cuarenta años, con el rostro abotagado por el alcohol y una hilera de estilográficas en el bolsillo superior. Borrero había hecho sus primeras armas con un doctorado en teología de la Universidad de Santiago de Compostela. Y había terminado en el Lejano Sur, dirigiendo un periódico bisemanal, La Verdad, que hostigaba a la plutocracia británica. Su lenguaje entusiasmó a sus compatriotas, que empezaron a imitarlo: «En esta sociedad de Judas y Polichinelas, sólo Borrero preserva la singular integridad del Hombre... entre estos paquidermos de sonrisa falsa que hacen chasquear los dientes y tienen la conciencia castrada».
Borrero abrumó a Soto con su educación superior, su cháchara sediciosa y su afecto. El y un militante del Partido Radical, el juez Viñas (un hombre al que sólo movían venganzas personales), le revelaron los infortunios de los inmigrantes chilenos y la iniquidad de los latifundistas extranjeros. Se ensañaron sobre todo con dos personas: el gobernador en ejercicio, E. Correa Falcón, de tendencia anglófila; y su malhablado jefe de policía escocés, un tal Ritchie. Soto pasó fácilmente del teatro a la política. Consiguió trabajo como estibador y, al cabo de pocas semanas, lo eligieron secretario general de la Unión Obrera.”


Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.