UN GALLEGO EN RIO GALLEGOS
“El cabecilla de la revuelta se llamaba
Antonio Soto.
Los habitantes del Sur aún recuerdan al
gallego enjuto, pelirrojo, que apenas había terminado de perder la pelusa de
las mejillas, con esos ojos azules miopes que se asocian con la ambigüedad y el
fanatismo celtas. En aquella época usaba pantalones de montar y polainas, y
llevaba la gorra insolentemente ladeada. Y se erguía en la calle cenagosa,
mientras el viento hacía flamear sus banderas rojas, y vociferaba frases
tomadas de Proudhon y Bakunin, clamando que la propiedad era un robo, y la
destrucción, una pasión creadora.
Unos pocos inmigrantes españoles
recuerdan incluso su encarnación anterior como tramoyista de unos actores
itinerantes que habían llegado del norte y que representaban a Calderón y Lope
de Vega en el escenario desnudo del Círculo Español. Y a veces interpretaba un
papel secundario y se colocaba, decorativamente, contra las paredes encaladas
de una aldea de Extremadura, paredes estas que se descascaraban de su telón de
fondo confeccionado con lona.
Otros recuerdan que volvió a Río Gallegos
doce años después de que pasaran los pelotones de fusilamiento. Aún
interpretaba el papel del orador anarquista y usaba la camisa desabrochada
hasta el ombligo. Pero esta vez podía exhibir un auténtico cuerpo de
trabajador, marcado por las cicatrices de quemaduras que había recibido en una
mina de salitre, en Chile. Se alojó en el Hotel Miramar y arengó a las familias
de hombres que durante esos doce años habían yacido bajo cruces de madera
blanqueada. Aquélla fue su última visita y declamó ante salas vacías. Sólo lo escucharon
unos pocos españoles que asentían con movimientos de cabeza, y el gobernador lo
echó a patadas al otro lado de la frontera.
Pero la mayoría de quienes conocieron a
Antonio Soto recuerdan un corpachón de músculos fláccidos y una expresión que
oscilaba entre la truculencia y la desesperación taciturna. En aquella época
vivía en Punta Arenas y regentaba un pequeño restaurante. Y cuando los
comensales se quejaban de la atención, respondía: «Este es un restaurante
anarquista. Sírvase usted mismo». O se sentaba con otros exiliados españoles y
rememoraban el terruño a través del delgado chorro que brotaba del porrón,
recordando a quiénes debían venerar y a quiénes debían odiar en España, en
tanto reservaban una maldición especial para el chico que Antonio había visto
una vez en las calles de su puerto natal, El Ferrol, el muchacho acicalado cuya
carrera había sido diametralmente opuesta a la suya y cuyo nombre era Francisco
Franco Bahamonde.
Soto era hijo póstumo de un marinero
español que se había ahogado durante la guerra de Cuba. A los diez años riñó
con su padrastro y se fue a vivir con unas tías solteras en El Ferrol. Era
devoto y puritano y enarbolaba estandartes en las procesiones religiosas. A los
diecisiete años leyó las diatribas de Tolstoi contra el servicio militar y huyó
a Buenos Aires para evadir el suyo. Gravitó hacia el teatro y hacia los grupos
marginales del movimiento anarquista. Había muchos anarquistas en Buenos Aires,
y Buenos Aires es un gran teatro.
Se incorporó a la Compañía de Teatro
Español Serrano-Mendazo y en 1919 navegó en gira por los puertos de la Patagonia. Su
llegada a Río Gallegos coincidió con la caída del precio de la lana,
reducciones de salarios, nuevos impuestos y nuevas tensiones entre los
criadores anglosajones y su personal. Los británicos asistían a la revolución
roja que se desarrollaba en el otro extremo del mundo y se identificaban con
los aristócratas rusos aislados en la estepa. Una semana su periódico, el
Magellan Times, publicó una ilustración que mostraba la sala de una casa
solariega cuyo propietario se humillaba ante un matón que tenía el torso
desnudo cruzado por las cananas. El epígrafe rezaba: «Orgía nocturna de los
maximalistas en la hacienda de Kislodovsk. ¡Cinco mil rublos o la vida!».
El mentor de Soto en Río Gallegos era un
abogado y petimetre español, José María Borrero, de unos cuarenta años, con el
rostro abotagado por el alcohol y una hilera de estilográficas en el bolsillo
superior. Borrero había hecho sus primeras armas con un doctorado en teología
de la Universidad
de Santiago de Compostela. Y había terminado en el Lejano Sur, dirigiendo un
periódico bisemanal, La Verdad ,
que hostigaba a la plutocracia británica. Su lenguaje entusiasmó a sus
compatriotas, que empezaron a imitarlo: «En esta sociedad de Judas y
Polichinelas, sólo Borrero preserva la singular integridad del Hombre... entre
estos paquidermos de sonrisa falsa que hacen chasquear los dientes y tienen la
conciencia castrada».
Borrero abrumó a Soto con su educación
superior, su cháchara sediciosa y su afecto. El y un militante del Partido
Radical, el juez Viñas (un hombre al que sólo movían venganzas personales), le
revelaron los infortunios de los inmigrantes chilenos y la iniquidad de los
latifundistas extranjeros. Se ensañaron sobre todo con dos personas: el
gobernador en ejercicio, E. Correa Falcón, de tendencia anglófila; y su
malhablado jefe de policía escocés, un tal Ritchie. Soto pasó fácilmente del
teatro a la política. Consiguió trabajo como estibador y, al cabo de pocas
semanas, lo eligieron secretario general de la Unión Obrera.”
Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.