EN EL SMOLNY
“Avanzada la tarde del jueves, 29 (16) de
noviembre, se abrió una reunión extraordinaria del Congreso. El ambiente era de
fiesta, la sonrisa estaba en todas las caras… Las últimas cuestiones prácticas
que quedaban pendientes en el Congreso fueron resueltas rápidamente y entonces
tomó la palabra Natansón, de barba canosa, venerable líder los
socialista-revolucionarios de izquierda. Con voz trémula y lágrimas en los ojos
dio lectura de la información sobre la “alianza matrimonial” de los Soviets
Campesinos con los Soviets de Obreros y Soldados. Cada vez que pronunciaba la
palabra “alianza”, la sala estallaba en atronadores aplausos… Cuando Natansón
concluyó, Ustínov anunció la llegada de una delegación del Smolny, acompañada
de representantes de la Guardia Roja.
Los recibieron con una grandiosa ovación. Por la tribuna desfilaron un obrero,
un soldado y un marino, que saludaron al Congreso.
Luego habló Borís Reinstein, delegado del
Partido Obrero Socialista Norteamericano. “El día del acuerdo entre el Congreso
de los Soviets de Diputados Campesino y los Soviets de Diputados Obreros y
Soldados es uno de los días más importantes de la revolución. Este día
despertará un profundo eco en todo el mundo: en París, en Londres, al otro lado
del Océano, en Nueva York. Esta alianza llenará de dicha el corazón de todos
los trabajadores.
La
gran idea ha triunfado. El Oeste y América esperaban hace tiempo de Rusia, del
proletariado ruso, algo extraordinario e impresionante… El proletariado mundial
esperaba hace tiempo la revolución rusa, esperaba hace tiempo las grandes cosas
que ha realizado…”
Sverdlov,
presidente del CEC, dirigió un saludo. Después los campesinos salieron a la
calle con gritos de “¡Se acabó la guerra civil! ¡Viva la democracia unida!”
Era
ya de noche y en la nieve helada se reflejaban los pálidos destellos de la luna
y las estrellas. A lo largo del canal habían formado en correcto orden de
marcha los soldados del Regimiento de Pávlovsk. Su banda de música tocaba La Marsellesa. En
medio de los estentóreos gritos de saludo de los soldados, los campesinos
formaron en columna y desplegaron la enorme bandera roja del Comité Ejecutivo
de los Soviets de Diputados Campesinos de toda Rusia que llevaba bordada en oro
esta nueva inscripción:”¡Viva la unión de las masas trabajadoras revolucionarias!
Detrás seguían otras banderas, las de los Soviets de distrito. En la de la
fábrica Putílov estaba escrito: “¡Nos inclinamos ante esta bandera para crear
la fraternidad de todos los pueblos!”
No
se sabe de dónde aparecieron antorchas, que alumbraron la noche con luz cárdena.
Reflejándose mil veces en las facetas del hielo se alzaban sobre el gentío que
avanzaba cantado por el malecón de Fontanka ante las miradas del numeroso
público en atónito silencio.
“¡Viva
el Ejército revolucionario! ¡Viva la Guardia
Roja! ¡Vivan los campesinos!”
Esta
inmensa procesión desfiló por toda la ciudad. Se le unían continuamente y
desplegaban sobre ella nuevas banderas rojas bordadas en oro. Dos viejos
campesinos, encorvados por el trabajo, iban del brazo con las caras
resplandecientes de alegría.
“Bueno
–dijo uno--, ¡veremos quién nos quita ahora la tierra!...”
Cerca
del Smolny la Guardia Roja
había formado a ambos lados de la calle, delirante de júbilo.
“No
me he cansado ni una pizca –dijo a su compañero el otro viejo campesino--. ¡He
venido volando como si tuviera alas!...”
En
los peldaños del Smolny se agolpaban unos cien diputados obreros y campesinos
con banderas; éstas negreaban sobre el fondo de la viva luz que salía de la
casa. Como ola en tempestad bajaron corriendo la escalera, abrazando y besando
a los campesinos. Y la procesión se encaminó a la puerta y, con gran bullicio,
empezó a subir la escalera…
En
la inmensa sala blanca de sesiones la esperaba el CEC en pleno, todo el Soviet
de Petrogrado y miles de espectadores. El ambiente era solemne: todos se
percataban de la grandeza del histórico momento.
Zinóviev
dio lectura al acuerdo con el Congreso Campesino. Fue recibido con estruendoso júbilo,
que se convirtió en verdadera tempestad cuando sonó la música en el pasillo y
entraron en la sala las primeras filas de la manifestación. La presidencia se
puso en pie, dio sitio a la presidencia campesina y la recibió con abrazos.
Sobre el tablado, en la blanca pared encima del marco vacío del que habían cortado
el retrato del zar, había dos banderas…
Y
se inauguró la solemne sesión. Después de unas palabras de saludo, pronunciadas
por Sverdlov, subió a la tribuna María Spiridónova, delgada y pálida, con
espejuelos, el cabello peinado hacia atrás, parecida a una maestra de Nueva
Inglaterra, la mujer más popular e influyente en Rusia.
“…Ante
los obreros de Rusia se abren nuevos horizontes sin precedente en la historia…
Hasta ahora todos los movimientos obreros terminaban siempre derrotados. Pero
el actual movimiento es internacional y por eso es invencible. ¡No hay fuerza
en el mundo capaz de apagar el fuego de la revolución! El mundo viejo sucumbe.
Nace un mundo nuevo…”
Luego
habló Trostski, lleno de ardor:”¡Bienvenidos, camaradas campesinos! ¡No venís
aquí como huéspedes, sino como dueños de esta casa en la que late el corazón de
la revolución rusa! En esta sala está concentrada hoy la voluntad de millones
de obreros… De hoy en adelante la tierra rusa no conoce más que un dueño: la
unión de obreros, soldados y campesinos…”
Habló
con mordaz sarcasmo de los diplomáticos de los países aliados (Entente), que
todavía menospreciaban la propuesta de Rusia de concluir el armisticio,
aceptada ya por las potencias centrales.
“Una
nueva humanidad nace de esta guerra… Aquí en esta sala, juramos ante los
trabajadores de todos los países permanecer en nuestro puesto revolucionario.
Si somos derrotados, moriremos defendiendo nuestra bandera…”
John Reed. Diez días que estremecieron el mundo. Akal Editor.