SOBRE EVARISTO PEÑALVA
“Ahora no recuerdo cuándo lo conocí, yo no debía de
tener ni seis años, aunque creo que estaba a punto de cumplirlos cuando vi su
casa por primera vez. En el capítulo dedicado a “Algunas aventuras con pájaros”
describí mi primer largo paseo por la llanura, cuando mis hermanos me llevaron
a ver un río que pasaba a cierta distancia de casa y me maravilló la visión de
esa espléndida ave acuática, el flamenco. Cuando estábamos junto al borde de la
corriente, que, debido al desbordamiento del río, debía de tener en aquel punto
una anchura de unos doscientos metros, uno de mis hermanos mayores me señaló
una casa larga y baja, con techumbre de juncos, que estaba en la otra orilla, a
un kilómetro y medio de distancia, y me informó de que se trataba de la
estancia de don Evaristo Peñalva, uno de los principales propietarios de la
zona.
Es una de la imágenes de aquel día preñado de
aventuras que no se ha borrado de mi memoria, la casa de adobe, baja y
alargada, en medio de la llanura vacía y despejada; no muy lejos de ella,
crecían tres acacias viejas y retorcidas que daban la impresión de estar medio
muertas y, más allá, había un coral o terreno vallado para el ganado y pequeño
redil. Era una casa pobre y austera, de aspecto deprimente, sin sombra ni
jardín, y me atrevería a decir que incluso un niño inglés de sólo seis años
como era yo debió de sonreír con incredulidad al escuchar la afirmación de que
era la residencia de uno de los principales terratenientes de la región.
Luego,
como hemos visto, llegué a tener mi propio caballo; gracias a ello me libré del
temor que me inspiraban las vacas malintencionadas de cuernos largos y
puntiagudos, y empecé a pasar mucho tiempo en la llanura. Allí conocí a otros
niños a caballo que me llevaron a sus casas y me presentaron a sus familias. De
ese modo, llegue a visitar a aquella estancia de aspecto solitario, al otro
lado del río y a conocer a las
interesantes personas que la habitaban, incluyendo al propio don Evaristo, su amo
y señor. En aquellas fechas, era un hombre de edad mediana, estatura normal,
muy pálido de piel, pelo largo y negro, barba, nariz recta, frente despejada y
grandes ojos oscuros. Sus movimientos eran lentos y deliberados, llenos de
dignidad y de gravedad, hablaba y se comportaba de modo ceremonioso y, a pesar
de su aire altivo, tenía fama de tener un carácter amable y encantador y de
comportarse de forma amistosa con todo el mundo, incluso con los críos
pequeños, que suelen ser traviesos y un incordio para los mayores. Así, a pesar
de mi timidez y de ser un extraño en su casa, descubrí que no había nada que
temer de don Evaristo.
Espero
que el lector no olvide lo que sabe acerca de la vida doméstica de los
patriarcas de los tiempos antiguos y que no empiece a disgustarle don Evaristo
cuando diga que tenía seis esposas que vivían con él en la misma casa. La
primera mujer, la única con la había podido casarse por la iglesia, era de su
misma edad, tal vez un poco mayor, muy morena, y empezaba a tener algunas arrugas;
era madre de varios hijos ya crecidos y de algunas hijas casadas. Las otras
tenían distintas edades, las dos más jóvenes debían de rondarla treintena, eran
gemelas y ambas se llamaban Ascensión, porque habían nacido el día de la Ascensión. Aquellas
Ascensiones se parecían tanto entre sí que, en cierta ocasión, cuando fui algo
mayor, entré en la casa, me encontré con una de las hermanas y empecé a
contarle alguna cosa pero la llamaron y salió de la habitación. Al cabo de
poco, regresó, o eso creí yo. De modo que seguí contándole mi historia y, hasta
que no vi su aire intrigado y su gesto
de sorpresa, no me di cuenta de que le estaba hablando a la otra hermana.
¿Qué
opinión les merecía a sus vecinos el hombre de las seis esposas. Lo querían y
apreciaban más que a ningún otro de su posición. Cuando a alguien le preocupaba
alguna cosa o tenía problemas, o una herida o enfermedad embarazosa, siempre
acudía en busca del consejo, la ayuda y los remedios de don Evaristo, y si
padecía alguna enfermedad mortal mandaba llamar a don Evaristo para que le
redactara su testamento. Don Evaristo sabía leer y escribir y entre los gauchos
tenía fama de hombre cultivado. Lo apreciaban más que a cualquier médico. Recuerdo
que su cura para el herpes, una peligrosa dolencia frecuente en la región, era
considerada infalible. La enfermedad se manifestaba en forma de una erupción,
similar a la de la erisipela, que aparecía en medio de la espalda y se extendía
por la cintura hasta formar un círculo perfecto. “Si el círculo no se ha
cerrado aún, puedo curar la enfermedad”, decía don Evaristo. Mandaba a alguien
al río a buscar un sapo de buen tamaño, hacía que el paciente se desnudara y
tomaba la pluma y el tintero para escribir con letras mayúsculas sobre la piel
de la zona que quedaba entre los extremos de la región inflamada las palabras:
En el nombre del padre…, etcétera. Después cogía el sapo con la mano y lo frotaba
suavemente sobre la parte afectada; el sapo, irritado al verse tratado de aquel
modo, se hinchaba y exudaba por su verrugosa piel una secreción venenosa de
color lechoso. Eso era todo, ¡pero el enfermo se curaba!”
W.H. Hudson. Allá lejos y tiempo atrás. Acantilado.