Libro VI, 20
“Me escribes que, conmovido por la carta que, a petición tuya, te
escribí sobre la muerte de mi tío, deseas conocer no solo qué temores, sino
también qué avatares soporté cuando fui dejado en Miseno (pues me había
interrumpido en el comienzo de mi relato). «Aunque mi mente se horroriza de
estos recuerdos, empezaré». Cuando mi tío se marchó, pasé el tiempo restante
estudiando (pues para eso me había quedado); luego el baño, la cena y el sueño
corto y desasosegado. Había habido primero durante muchos días un temblor de
tierra, que no causó un especial temor pues es frecuente en Campania; pero
ciertamente aquella noche fue tan violento que se creería no que todo temblaba,
sino que se daba la vuelta. Mi madre se precipitó en mi dormitorio, yo a mi vez
ya me estaba levantando con la intención de despertarla, si estaba durmiendo.
Nos sentamos en el patio de la casa, reducido espacio que separaba el mar de
los edificios de la finca. Tengo dudas de si debo calificar mi comportamiento
de firmeza de ánimo o de estupidez (iba a cumplir dieciocho años): pido un
libro de Tito Livio, y me pongo a leerlo, como si no tuviese otra cosa mejor
que hacer, e incluso continúo haciendo extractos, tal como había empezado. He
aquí que llega a casa un amigo de mi tío materno que había venido hacía poco de
Hispania para verle, y cuando nos ve a mi madre y a mí sentados, y a mí además
leyendo un libro, nos reprende a ambos, a mí por mi indolencia y a ella por
permitirla. No por ello sigo menos absorto en mi lectura. Ya había amanecido,
pero la luz era todavía incierta y tenue. Ya los edificios de los alrededores
amenazaban ruina y, aunque nos encontrábamos en un espacio abierto, pero
estrecho, el miedo de derrumbamiento era cierto y grande. Solo entonces nos
pareció oportuno abandonar la ciudad; nos sigue una muchedumbre atemorizada,
que, prefiriendo seguir el consejo ajeno que el propio (comportamiento que en
el temor se asemeja a la prudencia), con su densa columna nos presiona y empuja
en nuestra marcha. Una vez que dejamos atrás nuestras casas, nos detuvimos.
Entonces vivimos muchas experiencias extraordinarias, muchos temores. Pues los
vehículos que habíamos mandar con nosotros, aunque el campo era completamente
llano, empezaron a moverse en direcciones opuestas, y ni siquiera calzados con
piedras permanecían quietos sobre el mismo sitio. Además, veíamos que el mar se
retiraba sobre sí mismo y se replegaba como empujado por los temblores de la
tierra. Desde luego, la costa había avanzado y gran cantidad de animales
marinos se encontraban varados sobre las arenas secas. Por el lado opuesto una
nube negra y espantosa, desgarrada por ardientes vapores que se retorcían
centelleantes, se abría en largas lenguas de fuego, semejantes a los
relámpagos, pero de mayor tamaño. Entonces aquel amigo de mi tío que había
venido de Hispania, según te he comentado, nos dijo ya con más viveza y energía
«Si tu hermano, si tu tío, está todavía vivo, quiere que os pongáis a salvo; si
ha muerto, ha querido que le sobrevivieseis. Por ello, ¿por qué os demoráis en
buscar la huida?». Le respondimos que no estábamos dispuestos a preocuparnos de
nuestra salvación, mientras no tuviésemos noticia de la suya. Él sin detenerse
más tiempo, sale corriendo y se aleja del peligro a toda velocidad. Poco
después, aquella nube empezó a descender sobre la tierra y a cubrir el mar;
había ya rodeado y ocultado la isla de Cápreas, y había borrado de nuestra
vista el promontorio de Miseno. Entonces mi madre empezó a rogarme, a
suplicarme, a ordenarme que huyese del modo que fuese; diciéndome que un hombre
joven podía hacerlo, pero que ella, entorpecida por la edad y su exceso de
peso, no podía, y que moriría en paz, si no había sido la causa de mi muerte.
Yo le respondí que no me pondría a salvo, a no ser con ella; después, asiéndola
de la mano, la obligo a acelerar el paso. Me obedece con dificultad; y se
reprocha ser la causa de mi demora. Ya caía ceniza, pero todavía escasa. Volví
la vista atrás: una densa nube negra se cernía sobre nosotros por la espalda, y
nos seguía a la manera de un torrente que se esparcía sobre la tierra.
«Salgamos del camino», le dije, «mientras podamos ver, para no ser derribados
al suelo y pisoteados en la oscuridad por la muchedumbre que nos sigue». Apenas
nos habíamos sentado un poco para descansar, cuando se hizo de noche, pero no
como una noche nublada y sin luna, sino como la de una habitación cerrada en la
que se hubiese apagado la lámpara. Podías oír los lamentos de las mujeres, los
llantos de los niños, los gritos de los hombres; unos llamaban a gritos a sus
padres, otros a sus hijos, otros a sus mujeres, intentando reconocerlos por sus
voces; estos se lamentaban de su destino, aquellos del de sus parientes; había
incluso algunos que por temor a la muerte pedían la muerte; muchos rogaban la
ayuda de los dioses, otros más numerosos creían que ya no había dioses en
ninguna parte y que esta noche sería eterna y la última del universo. Y no
faltaban quienes, con sus temores irreales y falsos, exageraban los peligros
reales. Venían a decir que en Miseno se había desplomado una parte, que otra
estaba ardiendo; todas estas noticias eran falsas, pero encontraban quienes las
creyesen. De pronto se produjo una tenue claridad, que nos pareció no el
anuncio de la llegada del día, sino de la aproximación del fuego. Pero las
llamas se habían detenido algo más lejos; luego las tinieblas vinieron de
nuevo, las cenizas cayeron de nuevo, esta vez abundantes y densas. Poniéndonos
de pie repetidamente la sacudíamos de nuestra ropa; de otro modo hubiésemos
quedado enterrados e incluso aplastados por el peso. Podría vanagloriarme de no
haber dejado escapar ni un gemido, ni una sola voz más alta que otra en medio
de peligros tan grandes, si no hubiese creído que moriría con todo el mundo, y
todo el mundo conmigo, consuelo mísero, pero grande, de mi condición de mortal.
Finalmente, aquella oscuridad se desvaneció y se dispersó a la manera de humo o
de una nube; después se vio la luz del día, un día verdadero; el sol también
brilló, amarillento, sin embargo, como suele brillar en los eclipses.
Recorríamos con ojos todavía aterrorizados todos los objetos cambiados y
sepultados en una profunda capa de ceniza como si se tratase de nieve.
Regresamos a Miseno y luego de haber recuperado nuestras fuerzas lo mejor que
pudimos, pasamos la noche en tensión, suspensos entre el temor y la esperanza.
Se imponía el temor pues los temblores de tierra continuaban, y muchos, que
habían perdido la razón, con sus tétricos vaticinios convertían en objeto de
burla las desgracias ajenas y las suyas propias. Nosotros, sin embargo, ni
siquiera entonces, aunque hubiésemos sufrido los peligros y todavía esperásemos
otros, teníamos la intención de partir, hasta que no tuviésemos noticias de mi
tío. Tú leerás estos detalles, sin duda indignos de figurar en un relato histórico,
sin tener el propósito de transcribirlos en tu obra, y si ni siquiera te
parecen merecedoras de una carta, en verdad te culparás a ti mismo por haber
sido quien los pidió. Adiós.”