A GUADALAJARA
“En la bajada de la estación, algunas mujeres ofrecen al viajero
tabaco, plátanos, bocadillos de tortilla. Se ven soldados con su maleta de
madera al hombro y campesinos de sombrero flexible que vuelven a su lugar. En
los jardines, entre el alborotar de miles de gorriones, se escucha el silbo de
un mirlo. En el patio está formada la larga, lenta cola de los billetes. Una
familia duerme sobre un banco de hierro, debajo de un letrero que advierte:
Cuidado con los rateros. Desde las paredes saludan al viajero los anuncios de
los productos de hace treinta y cinco años, de los remedios que ya no existen,
de los emplastos porosos, los calzoncillos contra catarros, los inefables,
automáticos modos de combatir la calvicie.
El viajero, al pasar al andén, nota como un ahogo. Los trenes
duermen, en silencio, sobre las negras vías, mientras la gente camina sin
hablar, como sobrecogida, a hacerse un sitio a gusto entre las filas de
vagones. Unas débiles bombillas mal iluminan la escena. El viajero, mientras busca
su tercera, piensa que anda por un inmenso almacén de ataúdes, poblado de almas
en pena, al hombro el doble bagaje de los pecados y las obras de misericordia.
El vagón está a oscuras. Sobre la dura tabla los viajeros fuman,
adormilados. De cuando en cuando se ve brillar la punta de un cigarro, se oye
el chasquido de una cerilla que ilumina, unos instantes, una faz rojiza y sin
afeitar. Unos obreros se sientan, con la chaqueta al hombro, la fiambrera
envuelta en un pañuelo sobre las rodillas. Sube al vagón un grupo de pescadores
—el cestillo de mimbre en bandolera— que colocan, con todo cuidado, las largas
cañas de pescar. Entran mujeres de grandes cestas al brazo, campesinas que han
bajado a Madrid a vender huevos y chorizo y queso, a comprar una tela estampada
para un traje de domingo, o una gorra de visera para el marido. Dos guardias
civiles se acomodan, uno enfrente del otro, en un extremo del departamento, al
lado de la puerta, debajo del timbre de alarma y de la placa de loza con el
extracto de la legislación de ferrocarriles.
Se apagan las luces del andén y la oscuridad es ya absoluta. A
última hora aparecen, subiéndose al tren de un salto, soldados de caballería
que van a Alcalá de Henares, que hacen todos los días el mismo viaje.
El tren sale; son ya las siete. De repente, al escapar de la
marquesina, el viajero descubre que ya es de día. Dos trenes salen a la misma
hora y corren, paralelos, hasta que el otro tira para abajo, camino de Getafe.
Es gracioso verlos correr, uno al lado del otro, mientras los viajeros se
agolpan en las ventanillas para mirarse. Algunos se saludan con la mano y dan
gritos como animando al tren a correr más. En el fondo —no se sabe por qué—,
los viajeros de un tren envidian siempre un poco a los viajeros de otro tren;
es algo que es así, pero que resulta difícil explicar. Quizá sea, aunque no lo
vean muy claro, porque un viajero de tercera se cambiaría siempre por otro
viajero, aunque fuera de tercera también.
Sobre la ciudad brilla un violento cielo sonrosado, terso como un
espejo, un cielo que parece de cristal de color. Durante mucho tiempo el tren
corre entre vías y entre montones de carbón. Se ven máquinas fuera de uso,
viejas locomotoras ya jubiladas, que semejan caballos muertos en la batalla y puestos
a secar al sol. En un vagón sin enganchar, en un vagón solitario, se agolpan
docena y media de vacas negras, de largos cuernos y ubre peluda y escasa, que
esperan estoicamente la hora de la puntilla y del ancho cuchillo de sangrar. El
viajero piensa que los animales estarán muertos de sed, sin saber demasiado a
ciencia cierta qué es lo que les pasa.
El sol aparece sobre el horizonte al cruzar el último cambio de
vías de la estación, la última señal, el último disco. Aún no hay niños jugando
por los barrios extremos. A lo lejos, al sur, se ve, aislado, el cerro de los
Ángeles. El campo está verde y crecido; no parecen los alrededores de Madrid.
Entre dos sembrados, un campo sin cuidar, un campo de amapolas meciéndose,
suaves, a la ligera brisa de la mañana. El tren marcha ya por la vía libre
cuando el viajero se aparta de la ventanilla, se sienta, enciende un cigarro y
echa la cabeza atrás.
Al pasar por el apeadero de Vallecas se rompe violentamente el
silencioso aire del vagón. Un hombre, con una americana color lila, un pañuelo
al cuello y un diente de oro, ofrece a voz en grito unas tiras de cartas de
baraja que llevan un numerito por detrás.
--¡A probar la suerte, señoras y caballeros, un paquete especial de
caramelos finos o una bolsita de almendras, a elegir! ¡A perra chica, la carta!
¡Después rifaré, en honor del respetable, la muñeca Manolita, el juguete
sensación!”
Camilo José
Cela. Viaje a la
Alcarria. Editorial Espasa-Calpe.