EN
RASHTEGAN
“Me dirigí
hacia el norte, a Rashtegan, y almorcé allí al calor de la mañana bajo los
plátanos y sauces, junto a un seco arroyuelo de verano. Era principios de
agosto. Las únicas flores que quedaban eran menta y adelfas, margaritas de
otoño y unas pequeñas matas de flores rosas que crecían cerca del agua. Había
maíz en numerosas eras terraplenadas en un extremo de la aldea; sus montones
amarillos se elevaban sobre el fondo montañoso, bello de un modo árido, donde
los pasos septentrionales ascienden por toda la loma. En primer término, al
sol, ancianos y chiquillos hacían dar vueltas lentamente en círculo a bueyes
negros que arrastraban toscos rodillos con pinchos de madera para desgranar el
maíz; mientras, en otro lugar, los jóvenes estaban ocupados aventando; la paja
triturada, que levantaban con horcas; se quedaba suspendida en el aire como
polvo.
El grupo
estaba formado por Ismail, dos mulas y yo. Aziz se había quedado en el valle de
Alamut, en su aldea, retenido por la enfermedad de su hijo pequeño, y cuando
por fin le llegó mi mensaje, después de haber permanecido una semana
impacientándome en Qazvin, se apresuró a enviar sus mulas, que disfrutaban de
sus vacaciones anuales de pasto en algún lugar de las colinas a una jornada de
viaje, a través de su criado Ismail. Ismail parecía un convicto: tenía la
cabeza aplastada por detrás y los brazos y piernas parecían mantenerse juntos
por pura casualidad. Sus ropas habían sufrido alguna clase de estropicio: las
mangas de la túnica le empezaban a mitad del brazo y terminaban mucho antes de
la muñeca; sus anchos pantalones de algodón azules estaban suspendidos mediante
algún método inadecuado que exigía que constantemente se los estuviera
subiendo; y llevaba unas seis correas y bolsas diferentes en las que se
alojaban por separado su amuleto, su dinero, su cuchillo, una aguja de buhonero
y otros objetos. Además, lucían una estropeada gorra con visera y mis
prismáticos, que llevaba colgados de través con aire desenvuelto, ofrecían un
último toque incongruente de turista. Era terriblemente estúpido. Su comida
diaria, que consistía en un queso rancio que llevaba envuelto en una piel de
cabra y colgado al cuello, hacía que estar cerca de él resultara una dura
prueba.
--Quedad en
las manos de Dios –dijo el camarero del Grand Hotel cuando nos marchamos de
Qazvin; y cuando partía hacia las colinas con la única compañía de Ismail,
sentí que semejante deseo piadoso era necesario.
En
Rashtegan tuvimos problemas porque la parcela de hierba bajo los árboles donde
me senté era la única de la aldea y demasiado preciosa para que las mulas se la
comieran. Ismail tuvo que atarlas un poco más lejos, mientras una mujer que
había discutido el asunto con voz estridente de pronto se volvió afable y,
sentándose en cuclillas con el samovar, se dispuso a ofrecerme té y huevos.
Tenía un rostro de expresión viva, los ojos brillantes, y una alegría
aparentemente explicada por la inexistencia de un marido.”
Freya Stark. Los Valles de los Asesinos. Ediciones Península.