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viernes, 26 de diciembre de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EN RASHTEGAN

“Me dirigí hacia el norte, a Rashtegan, y almorcé allí al calor de la mañana bajo los plátanos y sauces, junto a un seco arroyuelo de verano. Era principios de agosto. Las únicas flores que quedaban eran menta y adelfas, margaritas de otoño y unas pequeñas matas de flores rosas que crecían cerca del agua. Había maíz en numerosas eras terraplenadas en un extremo de la aldea; sus montones amarillos se elevaban sobre el fondo montañoso, bello de un modo árido, donde los pasos septentrionales ascienden por toda la loma. En primer término, al sol, ancianos y chiquillos hacían dar vueltas lentamente en círculo a bueyes negros que arrastraban toscos rodillos con pinchos de madera para desgranar el maíz; mientras, en otro lugar, los jóvenes estaban ocupados aventando; la paja triturada, que levantaban con horcas; se quedaba suspendida en el aire como polvo.
El grupo estaba formado por Ismail, dos mulas y yo. Aziz se había quedado en el valle de Alamut, en su aldea, retenido por la enfermedad de su hijo pequeño, y cuando por fin le llegó mi mensaje, después de haber permanecido una semana impacientándome en Qazvin, se apresuró a enviar sus mulas, que disfrutaban de sus vacaciones anuales de pasto en algún lugar de las colinas a una jornada de viaje, a través de su criado Ismail. Ismail parecía un convicto: tenía la cabeza aplastada por detrás y los brazos y piernas parecían mantenerse juntos por pura casualidad. Sus ropas habían sufrido alguna clase de estropicio: las mangas de la túnica le empezaban a mitad del brazo y terminaban mucho antes de la muñeca; sus anchos pantalones de algodón azules estaban suspendidos mediante algún método inadecuado que exigía que constantemente se los estuviera subiendo; y llevaba unas seis correas y bolsas diferentes en las que se alojaban por separado su amuleto, su dinero, su cuchillo, una aguja de buhonero y otros objetos. Además, lucían una estropeada gorra con visera y mis prismáticos, que llevaba colgados de través con aire desenvuelto, ofrecían un último toque incongruente de turista. Era terriblemente estúpido. Su comida diaria, que consistía en un queso rancio que llevaba envuelto en una piel de cabra y colgado al cuello, hacía que estar cerca de él resultara una dura prueba.
--Quedad en las manos de Dios –dijo el camarero del Grand Hotel cuando nos marchamos de Qazvin; y cuando partía hacia las colinas con la única compañía de Ismail, sentí que semejante deseo piadoso era necesario.
En Rashtegan tuvimos problemas porque la parcela de hierba bajo los árboles donde me senté era la única de la aldea y demasiado preciosa para que las mulas se la comieran. Ismail tuvo que atarlas un poco más lejos, mientras una mujer que había discutido el asunto con voz estridente de pronto se volvió afable y, sentándose en cuclillas con el samovar, se dispuso a ofrecerme té y huevos. Tenía un rostro de expresión viva, los ojos brillantes, y una alegría aparentemente explicada por la inexistencia de un marido.”


Freya Stark. Los Valles de los Asesinos. Ediciones Península.