ISADORA DUNCAN
“A esta hora están quemando en el Columbarium
de París un cuerpo natural. Mientras cuarenta mil unidades de la Legión Americana
desfilan del Arco del Triunfo al Hotel de Ville, están a estas horas quemando
en el cementerio del Pére Lachaise, las últimas falanges y los postreros carpos
del cuerpo, mediano y regular, de Isadora Duncan. Suenan, por el anverso de la
vida, del lado de los cowboys, vencedores de Verdun, bombos de primera y tibias
bárbaras y resuenan, por el reverso de la vida, del lado de la artista caída,
las sinfonías de duelo de Chopin y de Beethoven. La orquesta de Valvé está a
esta hora acompañando al cuerpo de la mujer más rítmica
del mundo a danzar, entre llamas verdaderas, el número más rojo y más cordial
de las esferas. Raf Lawton ejecuta luego el Concierto en Re de Bach...
Son los funerales, castos y sonrosados,
de Isadora Duncan. La pira griega recibe alegremente un leño antiguo, familiar
por la estatura, rico en esencias combustibles. Son los funerales, castos y dionisiacos,
de Isadora Duncan. Al resplandor del fuego en que ahora está ardiendo el
cuerpo, humano y regular, de Isadora Duncan, vemos con nuestros ojos humanos,
regulares, que es la carne y nada más cuanto ha sido la bailarina de los pies
desnudos. Ni figura de los vasos griegos
ni estatua de Tanagra. Ni velos ligeros ni arabescos. Tampoco bajorrelieve
antiguo ni musa que juega a los huesecillos sobre los arenales de Salamina. La
bailarina de los pies desnudos fue sólo carne viva, acto caminante y orgánico
del universo. ¿A qué más sino a carne puede aspirar el ritmo universal?
La más dinámica estatua del friso
más perfecto, no vale en euritmia
una corriente de sangre que riega la
segunda cabeza de un monstruo de carne y
hueso. Y en Isadora Duncan fue la carne
más carne, el hueso más hueso, el
dolor más dolor, la alegría más alegre, la célula más dramática: todo para violentar la inquietud del ser humano y para hacer la vorágine vital más dionisiaca.
Isadora Duncan fue la bailarina más
grande de la época y la mujer más trágica de todas las mujeres.
La prodigiosa aventura
de esta joven
americana –dice André Levinson- misionera
de una estética nueva, no admite rival
en la historia
de la danza
y aún del teatro. La venida al mundo de Isadora Duncan fue como la realización de uno de esos sueños que a menudo consuelan a los hombres, en las horas sombrías de la
historia: el retorno
a la edad
de oro, la
promesa del paraíso recuperado, en fin, aquel 'estado de naturaleza' que Juan Jacobo Rousseau había
imaginado. Ella venía a liberar al instinto de las trabas que le opone la civilización y a hacer triunfar la emoción espontánea
de
la convención razonada.
Y Fernand Divoire, añade, refiriéndose a
la vida circunstancial de la artista:
En verdad, Isadora Duncan, para todos los que la conocieron, estaba
desde hacía tiempo muerta. Esta mujer,
cuya voluntad y aspiración no fueron
sino un inmenso impulso hacia la
Belleza , hacia la
Libertad y hacia la Juventud ,
había visto quebrarse de un solo golpe todas las fuerzas de su vida, el
día en que un automóvil cayó en el Sena, ahogando a sus tiernos hijos. Patrick
y Deardree. Desde aquel día, la vida de la Gran Bailarina no fue más que un
suicidio largo, voluntario y tenaz...
Estos dos párrafos de Divoire y Levinson
sintetizan lo que ha sido Isadora
Duncan: la creadora de la danza
moderna y la mujer dramática por
excelencia. Norteamericana de San
Francisco, penetró en el espíritu dionisiaco
de la danza pagana, bailando al pie del
mismo Acrópolis. Al presentarse, por la primera vez en París,
en 1903, predicó toda su estética
en estas breves palabras: "Lo que es contrario a la naturaleza no es bello". Su aparición en el Teatro
Sarah Bernhardt revolucionó la plástica
y el movimiento académicos. Casó con Mr. Singer, el célebre
fabricante de máquinas de coser. Atacó,
en la persona de las bailarinas de
corset, a todo lo que es artificio elaborado. Dirigió a Maeterlinck una carta,
invitándole exabrupto a crear con ella
un hijo, que tuviese el genio de sus dos procreadores. Bailó por primera vez lo
que antes se creyó que no era bailable: las sinfonías de Beethoven,
de Brahms y Chopin y los lieds de Wagner. (Yo la vi en su último recital del
Teatro Mogador, en julio de este año,
bailar con ya moribundo brillo- la Sinfonía Inconclusa
de Schubert y Tannhauser). Luego viajó por Viena, Berlín, Budapest, Moscú,
donde casó con Sergio Essenin, el poeta
comunista, que después suicidose en 1925. Todos sus hijos perecieron ahogados
en el Sena. Murió ahorcada por un velo, recorriendo en automóvil y a ciento
veinte caballos de fuerza, la luminosa Costa Azul, una tarde de estío de 1927. Su
cuerpo, envuelto en una túnica violeta,
fue quemado en el Columbarium de París, entre lises, rosas y margaritas y a los sones de un coro de canéforas. Biografía, como se ve, digna de una tragedia de Esquilo.
Isadora
Duncan acaba, de este modo, en un poco de humo ligero y otro poco de ceniza. Pero la tierra retiene para siempre el latido de sus pies
desnudos, que ritman el latido de su corazón.”
Cesar Vallejo.
Crónicas de poeta.
Biblioteca Ayacucho.
Crónicas de poeta.
Biblioteca Ayacucho.