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lunes, 15 de diciembre de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






ISADORA DUNCAN

“A esta hora están quemando en el Columbarium de París un cuerpo natural. Mientras cuarenta mil unidades de la Legión Americana desfilan del Arco del Triunfo al Hotel de Ville, están a estas horas quemando en el cementerio del Pére Lachaise, las últimas falanges y los postreros carpos del cuerpo, mediano y regular, de Isadora Duncan. Suenan, por el anverso de la vida, del lado de los cowboys, vencedores de Verdun, bombos de primera y tibias bárbaras y resuenan, por el reverso de la vida, del lado de la artista caída, las sinfonías de duelo de Chopin y de Beethoven. La orquesta de Valvé está a esta  hora  acompañando al cuerpo de la mujer más rítmica del mundo a danzar, entre llamas verdaderas, el número más rojo y más cordial de las esferas. Raf Lawton ejecuta luego el Concierto en Re de Bach...
Son los funerales, castos y sonrosados, de Isadora Duncan. La pira griega recibe alegremente un leño antiguo, familiar por la estatura, rico en esencias combustibles. Son los funerales, castos y dionisiacos, de Isadora Duncan. Al resplandor del fuego en que ahora está ardiendo el cuerpo, humano y regular, de Isadora Duncan, vemos con nuestros ojos humanos, regulares, que es la carne y nada más cuanto ha sido la bailarina de los pies desnudos. Ni  figura de los vasos griegos ni estatua de Tanagra. Ni velos ligeros ni arabescos. Tampoco bajorrelieve antiguo ni musa que juega a los huesecillos sobre los arenales de Salamina. La bailarina de los pies desnudos fue sólo carne viva, acto caminante y orgánico del universo.  ¿A qué más  sino a carne puede aspirar el ritmo  universal?  La más dinámica estatua  del friso más  perfecto, no vale en euritmia una  corriente de sangre que riega la segunda  cabeza de un monstruo de carne y hueso. Y en Isadora  Duncan  fue la carne  más carne, el hueso  más hueso, el dolor más dolor, la alegría más alegre, la célula más dramática: todo para  violentar la inquietud del ser  humano y para hacer la vorágine vital más dionisiaca.
Isadora Duncan fue la bailarina más grande de la época y la mujer más trágica de todas las mujeres.

La prodigiosa  aventura  de esta  joven americana –dice André Levinson- misionera  de una estética nueva, no admite  rival en  la historia  de la danza  y  aún  del teatro.  La venida al mundo de Isadora Duncan  fue como la realización de uno de esos sueños que a menudo consuelan  a los hombres,  en  las horas sombrías  de la historia:  el retorno  a la edad  de oro, la promesa  del paraíso recuperado, en fin, aquel 'estado de naturaleza' que Juan Jacobo Rousseau  había imaginado. Ella venía a liberar  al instinto de las trabas que le opone  la civilización y  a hacer  triunfar  la emoción  espontánea  de la convención  razonada.

Y Fernand Divoire, añade, refiriéndose a la vida circunstancial de la artista:

En verdad, Isadora Duncan, para todos los que la conocieron, estaba desde hacía tiempo  muerta. Esta mujer, cuya voluntad y aspiración  no fueron sino un inmenso impulso hacia la Belleza, hacia la Libertad y hacia la Juventud,  había visto quebrarse de un solo golpe todas las fuerzas de su vida, el día en que un automóvil cayó en el Sena, ahogando a sus tiernos hijos. Patrick y Deardree. Desde aquel día, la vida de la Gran  Bailarina no fue más que un suicidio largo, voluntario y tenaz...

Estos dos párrafos de Divoire y Levinson sintetizan lo que ha sido Isadora  Duncan: la creadora de la danza  moderna y la mujer  dramática por excelencia.  Norteamericana de San Francisco, penetró en  el espíritu dionisiaco de la danza  pagana, bailando al pie del mismo Acrópolis. Al presentarse, por la primera vez en  París,  en  1903, predicó toda su estética en estas breves palabras: "Lo que es contrario  a la naturaleza  no es bello". Su aparición en el Teatro Sarah Bernhardt  revolucionó  la plástica  y el  movimiento  académicos. Casó con Mr. Singer, el célebre fabricante  de máquinas de coser. Atacó, en la persona  de las bailarinas de corset, a todo lo que es artificio elaborado. Dirigió a Maeterlinck una carta, invitándole exabrupto  a crear con ella un hijo, que tuviese el genio de sus dos procreadores. Bailó por primera vez lo que antes se creyó que no era bailable: las sinfonías  de Beethoven,  de Brahms  y Chopin  y los lieds de Wagner.  (Yo la vi en su último recital del Teatro  Mogador, en julio de este año, bailar con ya moribundo brillo- la Sinfonía Inconclusa de Schubert y Tannhauser). Luego viajó por Viena, Berlín, Budapest, Moscú, donde  casó con Sergio Essenin, el poeta comunista, que después suicidose en 1925. Todos sus hijos perecieron ahogados en el Sena. Murió ahorcada por un velo, recorriendo en automóvil y a ciento veinte caballos de fuerza, la luminosa Costa Azul, una tarde de estío de 1927. Su cuerpo, envuelto  en una túnica violeta, fue quemado en el Columbarium de París, entre lises, rosas y margaritas  y a los sones de un coro  de canéforas. Biografía, como  se ve, digna de una tragedia de Esquilo.
Isadora  Duncan acaba, de este modo, en un poco de humo ligero y otro  poco de ceniza. Pero la tierra  retiene para siempre el latido de sus pies desnudos, que ritman el latido de su corazón.”


Cesar Vallejo.
Crónicas de poeta.
Biblioteca Ayacucho.