EN EL POLVO DE ELEUSIS
“Hoy en día la
Vía Sacra no tiene nada de sagrado, excepto
el nombre. Parte el camino de lo que otrora fue la antigua ciudad de Atenas, entre
tendejones y edificios industriales, y pasa a través de suburbios misérrimos
mientras asciende lentamente hacia las primeras estribaciones de la cordillera
que limita por el occidente la llanura ática. El viajero de la Antigüedad solía
detenerse en la cima, a descansar en un bosquecillo de laureles consagrado a
Apolo. Todavía en nuestro tiempo son tales árboles los que dan nombre al lugar;
sin embargo, hace muchos años que se construyó allí un monasterio cristiano, con
el propósito de borrar la memoria de aquellos viajeros paganos, y el pinar que
lo rodea es ahora el escenario en que cada año se celebra el Festival Vinícola
de Dafne. De la cumbre, el camino desciende a la feraz llanura rariana donde,
según se decía, las gramíneas fueron cultivadas por primera vez. En la
actualidad esta llanura es la región más industrializada de Grecia, y aunque el
camino sigue su trayecto original a lo largo de la playa, la estrecha bahía de
Salamina, donde un día los atenienses derrotaron a la flota persa, que era muy
superior a la suya, ahora se encuentra congestionada por los buques petroleros
allí fondeados para descargar en las laberínticas instalaciones de
almacenamiento.
El viaje a Eleusis
representaba una travesía al otro mundo para recobrar de la muerte a la hija de
la generatriz de los granos, Demeter, cuyo dolor por la pérdida filial podía
ser aliviado sólo a través del misterio del renacimiento. Es muy probable que
el viajero que recorre la moderna autopista no pueda siquiera localizar los
arroyuelos salobres que se creía manaban de una fuente subterránea y que en
otro tiempo constituían la frontera entre los dos mundos. Un hombre llamado
Krokon (Krokos, kroko, azafrán) pasaba por ser el primero que había vivido del
otro lado, como esposo de la eleusina Sesara, nombre que era un epíteto de la
terrible reina de los muertos. Como es natural, solamente los sacerdotes tenían
el privilegio de pescar en aquellas aguas, pues eran ellos, los herederos de
aquel oficio, quienes regulaban el paso de la vida a la muerte, un pasaje que
la fe eleusina consideraba como una unión metafísica entre amantes a trabes de
una división de agua. En Eleusis misma la religión que constituía la meta del
viajero en la Antigüedad
estaba protegida de miradas profanas por las murallas del santuario, y el dogma
esencial era revelado únicamente a aquellos que, bajo pena de muerte, habían
hecho votos de mantenerlo en secreto y se habían sometido a un prolongado
aleccionamiento para su iniciación. Y si bien las murallas se han convertido en
ruinas y brevemente en la zona prohibida, el secreto no se encuentra ya en ese
lugar. Un siglo de excavaciones arqueológicas ha logrado solamente poner al
descubierto los vestigios de un santuario que fue destruido no sólo por el
tiempo, sino por el odio enconado de una fe rival, ya que los misterios de
Eleusis compitieron demasiado bien con la nueva religión y, finalmente, en el
cuarto siglo de la era cristiana, fueron violentamente clausurados, después de
casi dos milenios durante los cuales fueron el principal consuelo espiritual
para todo el mundo helenizado.
El templo profanado ha perdido
su carácter sagrado; hace mucho tiempo que todos sus dioses murieron o fueron
expulsados. Pero en Atenas, unos seis metros bajo el nivel de la ciudad
moderna, aún podemos hollar un tramo de la Vía
Sacra, en el punto en que dejaba la puerta de la ciudad y
pasaba por entre los monumentos del cementerio antiguo. Cuando uno se encuentra
en el lugar de esta excavación la ciudad intrusa desaparece y podemos
contemplar directamente la
Acrópolis, a través de los siglos. En el pantanoso terreno
que se extiende a los lados del camino crecen cañaverales que florecen
profusamente; entre el croar de las ranas aún podemos casi escuchar los gritos
exultantes de los iniciados cuando partían hacia Eleusis, llamando a Iaccos
(Iakchos), como en el coro eleusino de Las
ranas, de Aristófanes. Este Iaccos era quien los guiaría a los misterios.
En una de las intervenciones del coro en Ion,
de Eurípides, también nos llega algo del regocijo primigenio. Allí los
iniciados hablan de la santa sexta noche, cuando finalmente llegarían al pozo
sagrado, junto a la puerta del santuario en Eleusis. En ese sitio cantarían y danzarían
sin pegar los ojos en toda la noche, en honor de Dionisios y de la madre y la
hija sagradas, Demeter y Perséfone. Y con su danza se mezclarían también el
cielo estrellado y la Luna
y todas las cincuenta hijas de Océano, que saldrían de los ríos y del mar.”
R. Gordon Wasson.
El camino a
Eleusis.
Fondo de Cultura Económica.