Me paseaba por los
bazares árabes, soñando —casi siempre con comida— en medio del tumulto alegre,
colorido y, sin embargo, tranquilo de los camellos cargados de harina de mijo,
de los burros paticortos, montados por ancianos bíblicos de largas piernas, y
de los harapientos niños árabes, con una vestimenta que parecían camisones
hechos trizas. Pasaba ociosamente junto a los puestos al aire libre con sus
olores llamativos: las cien especias de los vendedores de especias, el olor
fresco a cuero de los talabarteros y zapateros, el olor a carne quemada y
carbón de los puestos de kebab, el olor de miel y grasa de oveja de las
pastelerías; todo esto, suspendido en el aroma general del polvo y el sol, de
la orina de los camellos y de los granos de café tostado. Esta sinfonía de
olores hacía que uno sintiera menos hambre, siempre que no se acercara
demasiado a los puestos de kebab.
Arthur Koestler.