EJECUCIÓN EN CHICAGO
“Ni el miedo a las justicias
sociales, ni la simpatía ciega por los que las intentan, debe ganar a
los pueblos en sus crisis, ni al que las narra. Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores. No
merece el dictado de defensor de la libertad
quien excusa sus vicios y
crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su defensa. Ni
merecen perdón los que, incapaces de
domar el odio y la antipatía que el
crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas
históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En procesión solemne, cubiertos los
féretros de flores y los rostros de sus
sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro
anarquistas que sentenció Chicago a la horca,
y el que por no morir en ella
hizo estallar en su propio cuerpo una bomba
de dinamita oculta en los rizos
espesos de su cabello de
joven, su selvoso cabello castaño.
Acusados de autores o cómplices de la
muerte espantable de uno de
los policías que intimó la dispersión del concurso reunido
para protestar contra la muerte de seis obreros, a manos de la policía, en el ataque a la única
fábrica que trabajaba a pesar de
la huelga: acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no
lanzado, la bomba del tamaño de una
naranja que tendió por
tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó
después la muerte a seis más
y abrió en otros cincuenta heridas graves, el juez, conforme al veredicto
del jurado, condenó a uno de los
reos quince años de penitenciaría y a pena de horca a siete.
Jamás,
desde la guerra del Sur, desde los días trágicos en que John Brown murió como criminal por intentar solo en Harper's Ferry lo que
como corona de gloria intentó luego la nación precipitada por su bravura, hubo en los Estados Unidos tal clamor e interés alrededor de un cadalso.
La república entera ha peleado, con rabia
semejante a la del lobo, para que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los
presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas contra el país
iracundo, no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos humanos que creía esenciales a su
mantenimiento.
Amedrentada la república por el poder creciente de la
casta llana, por el acuerdo súbito de
las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el
deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y
descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la
complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el
ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país
de razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre
libre al crimen, junto con el acerbo
encono del irlandés despótico que mira a
este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de
los privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una batalla mal
ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de
los mismos males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma
desgarradora miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de
Chicago tal ansia de remediarlos que les embotó el juicio.”
José Martí. Escenas norteamericanas.
Biblioteca Ayacucho.