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lunes, 25 de julio de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EJECUCIÓN EN CHICAGO


“Ni el miedo a las justicias sociales,  ni la simpatía  ciega por los que las intentan, debe ganar a los pueblos  en sus crisis, ni al que  las narra. Sólo sirve dignamente a la libertad  el que, a riesgo de ser tomado  por su enemigo, la preserva sin temblar  de los que la comprometen con sus errores. No merece el dictado de defensor de la libertad  quien  excusa sus vicios y crímenes por el temor  mujeril  de parecer tibio en su defensa. Ni merecen  perdón los que, incapaces de domar  el odio y la antipatía que el crimen  inspira,  juzgan los delitos  sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En procesión solemne, cubiertos los féretros de flores y los rostros  de sus sectarios de luto,  acaban  de ser llevados a la tumba los cuatro anarquistas que sentenció Chicago a la horca,  y el que por no morir  en ella hizo estallar en su propio cuerpo una bomba  de dinamita oculta  en los rizos espesos  de su cabello  de  joven, su selvoso cabello castaño.
Acusados de autores o cómplices de la muerte espantable  de  uno  de los policías  que  intimó la dispersión del concurso reunido para  protestar contra  la muerte de seis obreros, a manos  de la policía, en el ataque  a la única  fábrica que trabajaba  a pesar de la huelga:  acusados de  haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba  del tamaño de  una  naranja  que  tendió por  tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después  la muerte  a seis más  y abrió  en otros  cincuenta heridas  graves, el juez, conforme al veredicto del  jurado, condenó a uno de los reos  quince  años de penitenciaría y a pena de horca  a siete.
Jamás,  desde  la guerra  del Sur, desde  los días trágicos en que John  Brown murió como criminal  por intentar solo en Harper's Ferry lo que como  corona de gloria  intentó luego la nación  precipitada por su bravura,  hubo en los Estados Unidos tal clamor  e interés alrededor de un cadalso.
La república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para que los esfuerzos de un abogado  benévolo, una niña enamorada de uno de los presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas contra el país iracundo,  no arrebatasen  al cadalso los siete cuerpos  humanos que creía esenciales a su mantenimiento.
Amedrentada  la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo  súbito de las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el deslinde próximo  de la población  nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó  valerse por un convenio tácito semejante a la complicidad,  de un crimen  nacido de sus propios delitos tanto  como del fanatismo  de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al crimen,  junto con el acerbo encono  del irlandés despótico que mira a este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de remediarlos que les embotó el juicio.”

José Martí. Escenas norteamericanas. Biblioteca Ayacucho.