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sábado, 2 de julio de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL CANÍBAL AUSTRIACO





“En octubre de 1918, un cabo alemán perdió la vista temporalmente como consecuencia de un ataque británico con gas mostaza, cerca de Comines. Mientras estuvo ingresado en un hospital de Pomerania, la derrota y la revolución asolaron Alemania. Hijo de un oscuro funcionario de aduanas austriaco, de joven había soñado con llegar a ser un gran artista pero, al negársele el acceso a la Academia de Arte de Viena, vivió en la pobreza en esa capital y después en Munich. En ocasiones como pintor de paredes y a menudo como trabajador eventual, sufrió privaciones físicas que hicieron crecer en él un resentimiento violento, aunque oculto, por el éxito que le mundo le había negado. Pero estos infortunios no lo condujeron a las filas comunistas sino que, por una honrosa inversión, le hicieron acariciar todavía más una sensación anormal de lealtad racial y una admiración ferviente y mística por Alemania y el pueblo alemán. Se presentó a filas enguanto estalló la guerra y prestó servicio durante cuatro años en un regimiento bávaro en el frente occidental. Éstos fueron los comienzos de Adolf Hitler.
Durante el invierno de 1918 que pasó en el hospital, ciego e indefenso, su propio fracaso personal pareció fundirse con el desastre de todo el pueblo alemán. El impacto de la derrota, el desmoronamiento de la ley y el orden y el triunfo de los franceses produjeron en este cabo convaleciente una agonía que consumió su ser y que engendró esas fuerzas del espíritu portentosas e inconmensurables que pueden significar la salvación o la condena de la humanidad. La caída de Alemania le parecía inexplicable por procesos naturales. En algún lugar había habido una traición gigantesca y monstruosa. Solitario y encerrado en sí mismo, el humilde soldado reflexionaba y especulaba sobre las posibles causas de la catástrofe, con su escasa experiencia personal como  única guía. En Viena se había relacionado con grupos ultranacionalistas alemanes y había oído hablar de las actividades siniestras y destructivas de una raza de enemigos y explotadores del mundo nórdico: los judíos. Su ira patriótica se fundió con su envidia de los ricos y los triunfadores en un solo odio arrollador.
Cuando finalmente, como a un paciente cualquiera, le dieron el alta del hospital, llevando todavía el uniforme por el que sentía un orgullo casi pueril, ¡qué espectáculo vieron sus ojos recién destapados! ¡Qué temibles son las convulsiones de la derrota! A su alrededor, en un ambiente de desesperación y frenesí, brillaban las peculiaridades de la revolución roja. Los vehículos blindados recorrían como una exhalación las calles de Munich repartiendo panfletos o balas entre los caminantes fugitivos. Sus propios camaradas, con desafiantes brazaletes rojos sobre el uniforme, gritaban eslóganes furiosos contra todo lo que a él le importaba en la vida. Como en un sueño, todo se aclaró de repente. Alemania había sido apuñalada por la espalda y destrozada por los judíos, por los especuladores y los intrigantes que había detrás del frente, por los malditos bolcheviques con su conspiración internacional de intelectuales judíos. Radiante ante él vio su deber: salvar a Alemania de esta calamidad, vengarla y conducir a la raza superior hacia el destino que la aguardaba.
Los oficiales de su regimiento, muy preocupados por el espíritu sedicioso y revolucionario de sus hombres, se sintieron satisfechos al dar con uno, al menos, que parecía comprender la raíz de la situación. El cabo Hitler quería seguir movilizado y encontró empleo como “oficial de educación política” o agente. De esta forma, reunía información sobre motines y propósitos subversivos. Entonces, el oficial de seguridad para el que trabajaba le dijo que asistiera a los mítines de los partidos políticos locales de todo tipo. Una noche de septiembre de 1919 el cabo fue al mitin de Partido de los Trabajadores Alemanes que se celebraba en una cervecería de Munich, donde escuchó decir por primera vez lo que él opinaba en secreto acerca de los judíos, los especuladores, los “criminales de noviembre” que habían empujado a Alemania al abismo. El 16 de septiembre se afilió a este partido y poco después, combinándolo con su trabajo militar, se dedicó a hacerle propaganda. En febrero de 1920 se celebró en Munich el primer mitin masivo del Partido de los Trabajadores Alemanes, en el que destacó el propio Adolf Hitler que esbozó en veinticinco puntos el programa del partido. Se había convertido en político. Había comenzado su campaña de salvación nacional. Fue desmovilizado en abril y se entregó de lleno a la expansión del partido. A mediados del año siguiente había desbancado a los líderes originales y, gracias a su pasión y su genio, obligó al público hipnotiza a aceptar su control personal. Ya era “el führer” Compraron un periódico de poca difusión, el Voelkischer Beobachter, que se convirtió en órgano del partido.”

Winston S. Churchill. La Segunda Guerra Mundial. La Esfera de los Libros.