EL CANÍBAL AUSTRIACO
“En octubre de 1918, un cabo alemán
perdió la vista temporalmente como consecuencia de un ataque británico con gas
mostaza, cerca de Comines. Mientras estuvo ingresado en un hospital de
Pomerania, la derrota y la revolución asolaron Alemania. Hijo de un oscuro
funcionario de aduanas austriaco, de joven había soñado con llegar a ser un
gran artista pero, al negársele el acceso a la Academia de Arte de
Viena, vivió en la pobreza en esa capital y después en Munich. En ocasiones
como pintor de paredes y a menudo como trabajador eventual, sufrió privaciones
físicas que hicieron crecer en él un resentimiento violento, aunque oculto, por
el éxito que le mundo le había negado. Pero estos infortunios no lo condujeron
a las filas comunistas sino que, por una honrosa inversión, le hicieron
acariciar todavía más una sensación anormal de lealtad racial y una admiración
ferviente y mística por Alemania y el pueblo alemán. Se presentó a filas
enguanto estalló la guerra y prestó servicio durante cuatro años en un
regimiento bávaro en el frente occidental. Éstos fueron los comienzos de Adolf
Hitler.
Durante el invierno de 1918 que pasó en
el hospital, ciego e indefenso, su propio fracaso personal pareció fundirse con
el desastre de todo el pueblo alemán. El impacto de la derrota, el
desmoronamiento de la ley y el orden y el triunfo de los franceses produjeron
en este cabo convaleciente una agonía que consumió su ser y que engendró esas
fuerzas del espíritu portentosas e inconmensurables que pueden significar la
salvación o la condena de la humanidad. La caída de Alemania le parecía
inexplicable por procesos naturales. En algún lugar había habido una traición
gigantesca y monstruosa. Solitario y encerrado en sí mismo, el humilde soldado
reflexionaba y especulaba sobre las posibles causas de la catástrofe, con su
escasa experiencia personal como única
guía. En Viena se había relacionado con grupos ultranacionalistas alemanes y
había oído hablar de las actividades siniestras y destructivas de una raza de
enemigos y explotadores del mundo nórdico: los judíos. Su ira patriótica se
fundió con su envidia de los ricos y los triunfadores en un solo odio
arrollador.
Cuando finalmente, como a un paciente
cualquiera, le dieron el alta del hospital, llevando todavía el uniforme por el
que sentía un orgullo casi pueril, ¡qué espectáculo vieron sus ojos recién
destapados! ¡Qué temibles son las convulsiones de la derrota! A su alrededor,
en un ambiente de desesperación y frenesí, brillaban las peculiaridades de la
revolución roja. Los vehículos blindados recorrían como una exhalación las
calles de Munich repartiendo panfletos o balas entre los caminantes fugitivos. Sus
propios camaradas, con desafiantes brazaletes rojos sobre el uniforme, gritaban
eslóganes furiosos contra todo lo que a él le importaba en la vida. Como en un
sueño, todo se aclaró de repente. Alemania había sido apuñalada por la espalda
y destrozada por los judíos, por los especuladores y los intrigantes que había
detrás del frente, por los malditos bolcheviques con su conspiración
internacional de intelectuales judíos. Radiante ante él vio su deber: salvar a
Alemania de esta calamidad, vengarla y conducir a la raza superior hacia el
destino que la aguardaba.
Los oficiales de su regimiento, muy
preocupados por el espíritu sedicioso y revolucionario de sus hombres, se
sintieron satisfechos al dar con uno, al menos, que parecía comprender la raíz
de la situación. El cabo Hitler quería seguir movilizado y encontró empleo como
“oficial de educación política” o agente. De esta forma, reunía información
sobre motines y propósitos subversivos. Entonces, el oficial de seguridad para
el que trabajaba le dijo que asistiera a los mítines de los partidos políticos
locales de todo tipo. Una noche de septiembre de 1919 el cabo fue al mitin de
Partido de los Trabajadores Alemanes que se celebraba en una cervecería de
Munich, donde escuchó decir por primera vez lo que él opinaba en secreto acerca
de los judíos, los especuladores, los “criminales de noviembre” que habían
empujado a Alemania al abismo. El 16 de septiembre se afilió a este partido y
poco después, combinándolo con su trabajo militar, se dedicó a hacerle
propaganda. En febrero de 1920 se celebró en Munich el primer mitin masivo del
Partido de los Trabajadores Alemanes, en el que destacó el propio Adolf Hitler
que esbozó en veinticinco puntos el programa del partido. Se había convertido
en político. Había comenzado su campaña de salvación nacional. Fue
desmovilizado en abril y se entregó de lleno a la expansión del partido. A
mediados del año siguiente había desbancado a los líderes originales y, gracias
a su pasión y su genio, obligó al público hipnotiza a aceptar su control
personal. Ya era “el führer” Compraron un periódico de poca difusión, el Voelkischer
Beobachter, que se convirtió en órgano del partido.”
Winston S. Churchill. La
Segunda Guerra
Mundial. La Esfera
de los Libros.