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viernes, 23 de diciembre de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




POR ALMUÑÉCAR EN LOS AÑOS TREINTA


“Cuando ya se acercaba diciembre decidí refugiarme a pasar el invierno en Almuñécar, a unos cien kilómetros al este de Málaga. Era un pueblecito en cuesta edificado en una prominencia rocosa en medio de un pedregoso delta, con la cinta de montañas de una sierra atrás y una tira gris de arena delante que algunos tenían la esperanza de que llegase a ser una atracción para los turistas.
         Había dos hoteles, uno de los cuales lo llevaba un suizo, que me ofreció hospitalidad a cambio de algunos pequeños trabajos, que incluían ayudar en la cocina, arreglar puertas y ventanas y tocar el violín de noche en el salón. El hotel era nuevo, pero había sido construido en la playa, de manera que las olas rompían en las ventanas y las finas paredes de hormigón estaban empezando a desmigajarse y el propietario estaba muy preocupado.
         Herr Brandt fue, sin duda, una especie de pionero en la costa, pero había llegado con veinte años de antelación, y yo le encontré al borde de una crisis nerviosa. Convencido de que su inversión se hallaba a merced de los anarquistas. Siempre estaba lavándose las manos, luego lavaba el jabón y cambiaba todas las cerraduras de las puertas. Era persona de recursos, capaz de recurrir casi a las medidas más extremas, en la dirección de su negocio, y mientras el hotel vecino cerraba en invierno él estaba decidido a mantener el suyo abierto, convirtiendo sus retumbantes habitaciones en un centro para la gente bien local, para tés musicales, cenas de buffet y baile.
         Así que fui incorporado al personal y se me animó a adquirir algo de ropa nueva. Se me dio una habitación en el ático con un chico judío de Colonia, “Don Jacobo” le llamaban las sirvientas. Jacobo tenía veintitantos años y era bajo y rechoncho, con un bigote hitleriano y una presunción gomosa. Calvo ya en la coronilla, tenía un mechon de cabello en la frente que se le levantaba y caía con la emoción y que había que fijarlo en su sitio alisándolo con aceite y a veces hasta con grasa de cerdo. Era una gran ayuda para Herr Brandt, pues le hacía de intérprete, de cazaclientes, de secretario del hotel, limpiabotas y gigoló. Tocaba además el acordeón que, junto con mi violín, constituía la banda de música del hotel.
         Jacobo hablaba inglés con entusiasmo chapucero, acosando a las palabras como un fox terrier. Cuando le vi por primera vez estaba a cuatro patas, rebuscando frenéticamente entre un montón de ropa sucia.
         --Esta mañana—dijo--, estoy teniendo un disgusto detrás de otro con la lavandera: me ha perdido la camisa nueva. Y esta noche, sabes, iba a tener una chica del pueblo, iba a venir desde la hora de cenar.
         Conocía a todo el mundo en Almuñécar y todo el mundo le estimaba. Podía ser convincente en varias lenguas. Tenía una especie de encanto acaramelado, blando y elástico a la vez, y se le consideraba un dandi, a pesar de su aspecto.
         Recuerdo que poco después de llegar allí me despertó un ruido de noche, tarde, y vi que era él que estaba empolvándose la cabeza frente al espejo. Vestía una bata azul larga, como un chino, y olía profusamente a ungüentos exóticos. Al ver que ya me había despertado, soltó una risilla gorda y se llevo un dedo a los labios.
         --No digas nada, amigo mío. Estoy esperando abajo. Alguien está aguardándome en este hotel.
         Alguien era, al parecer, una viuda de París, que había venido por un día y se había quedado
 tres semanas, durante las cuales pasamos una sucesión de noches interrumpidas con Jacobo de guardia como un médico.
         Ensayábamos los dos juntos todas las mañanas en la azotea, interprentando una selección de exquisiteces musicales. Jacobo era un diestro acordeonista y tocaba el instrumento con una satisfacción pomposa; parecía adaptarse bien a sus pasiones neumáticas. No tardamos en disponer de un repertorio razonable, suficiente para satisfacer las exigencias de Herr Brandt: arias operísticas para los salones de té, serenatas para la noche, pasodobles y tangos para bailar.
         El domingo anterior a Navidad dimos nuestro primer «Gran Concierto», pero lo estropeó una explosión de botellas de vino, una serie de incidentes reverberantes debidos a suministros defectuosos, que sembraron la confusión entre nuestro público. Tuvimos algó más de éxito con los bailes de fin de semana, que se celebraban abajo, en una especie de lavadero de azulejos blancos. Eran asuntos de mucha etiqueta, llenos de sexualidad reprimida, pero controlados por rígidos modales andaluces. Las chicas se sentaban en exposición, cada una con su correspondiente carabina, arrimadas a las paredes, lindas como papel coloreado, temblando con la música con vibraciones mariposiles que no tardaban en arrastrar a los jóvenes y en hacerles entrar en la noche. A las muchachas sólo se las podía abordar a través de una tercera persona encargada de vigilar (madre, hermana o tía), pero los bailes, aunque etiqueteros, ocultaban mucho forcejeo emotivo y estuvimos muy de moda durante una temporada.”
                                                                                

Laurie Lee. Díptico español. Ediciones Península.