EN HAIFA
“Fuimos a toda velocidad por Haifa y,
como carecíamos de transporte militar propio, subimos a una ambulancia que se
llamaba Bloody Mary y que nos llevó a la frontera. Los franceses se defendían y
había habido bajas. Seguimos Fenicia adentro, pero un poco más allá la
carretera de la costa estaba cortada por intenso fuego de ametralladoras y
tanques. No iba a ser fácil seguir.
De vuelta a las montañas, en el sector
central, los australianos, que esperaban ser acogidos amistosamente, se habían
acercado a una posición fronteriza francesa con los sombreros de ala ancha
puestos, y habían sido diezmados por las ametralladoras enemigas; ahora estaba
teniendo lugar una batalla en torno a Merj Ayun, al pie de las laderas del
Hermon, aún cubierto de nieve. Más al Este, los Franceses Libres del general
Legentilhomme habían penetrado por Deraa sin dificultad apenas, y estaban ya
camino de Damasco, pero también ellos eran recibidos con cierta brusquedad.
Algo más allá, también al Este, dos columnas británicas se acercaban por el
valle del Éufrates procedentes de Irak, pero aún les faltaban millas de
desierto para llegar a donde hacían falta.
Nosotros nos preparamos para una larga
campaña. Cuando los agentes alemanes e italianos huyeron de Siria y Berlín
anunció que el Eje no pensaba intervenir allí, el resultado de la lucha quedó
perfectamente claro, pero el general Wilson, que había asumido nuevamente el
mando, tuvo que encontrar solución al problema, erizado de dificultades, de
dominar a treinta o cuarenta mil irritados súbditos franceses con el menor
número posible de bajas por ambas partes. Intentó el recurso de enviar
parlamentarios con bandera blanca, pero fueron tiroteados; no había más remedio
que entrar luchando hasta Damasco y Beirut.
Yo escogí al principio el sector costero,
y nunca vi una guerra tan cómoda para un corresponsal. Vivíamos en un hotel judío
en las alturas del monte Carmelo, en Haifa; un sitio delicioso, rodeado de
pinos y jardines floridos. Desde allí, el mismo lugar donde Elías vio una nube
del tamaño de una mano humana y contempló, a sus pies, donde ahora está Haifa,
a los sacerdotes del templo de Baal, se presentaba a nuestros ojos el panorama
de toda la costa hasta Siria. Desde el otro lado de las llanuras de Armaggedon,
los bombarderos franceses y del Eje llegaban para machacar la flota anclada en
el puerto de Haifa, a nuestros pies.
De noche nos asomábamos a los balcones y
veíamos los cielos desgarrados por las balas luminosas, como cebollas
encendidas, y las ráfagas florecidas del fuego antiaéreo de la flota. A veces,
a la luz de la luna, se veía el surco plateado de una bomba que descendía; como
sabíamos que no nos estaba destinada, la contemplábamos, esperando, llenos de
emoción, una explosión en el mar o a lo largo de la costa, justo a nuestros
pies. De vez en cuando, un caza, calculando mal la accidentada superficie de la
ladera del Carmelo, pasaba rozando casi las cimas de los pinos, sobre nuestras
cabezas, y entonces oíamos el ruido de los preparativos del piloto para
lanzarse de nuevo en picado sobre el puerto. Eran casi igual que ser uno mismo
atacado por los aparatos enemigos, y el monte Carmelo era sin duda el mejor
palco para tal espectáculo.
En esta cadena de colinas, donde había
sido fundada la Orden
de los Carmelitas y donde David y Jonatán habían tenido su última reyerta, los
judíos habían construido grandes hoteles modernos y restaurantes entre los
árboles. Aquí, todas las tardes y todas las noches venía la gente de la
calurosa ciudad de la llanura a escuchar nostálgicamente los lieder alemanes y
los ritmos de América, y a bailar bajo los árboles. El que quería, podía ir a
un té danzante en las montañas y descender luego al frente sirio durante una
hora o dos. De regreso ya anochecido, había tiempo aún para cenar en una
cervecería alemana de la ciudad e ir después a una sala de fiestas, en la
montaña. Por las mañanas, desde la habitación de mi cuarto, se veía pasar la
flota a lo largo de costa siria, y los cañonazos llenaban de ruido mi alcoba
justo cuando me traían el desayuno.”
Alan Moorehead. Trilogía africana. Inédita Editores.