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jueves, 29 de diciembre de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EN HAIFA


“Fuimos a toda velocidad por Haifa y, como carecíamos de transporte militar propio, subimos a una ambulancia que se llamaba Bloody Mary y que nos llevó a la frontera. Los franceses se defendían y había habido bajas. Seguimos Fenicia adentro, pero un poco más allá la carretera de la costa estaba cortada por intenso fuego de ametralladoras y tanques. No iba a ser fácil seguir.
De vuelta a las montañas, en el sector central, los australianos, que esperaban ser acogidos amistosamente, se habían acercado a una posición fronteriza francesa con los sombreros de ala ancha puestos, y habían sido diezmados por las ametralladoras enemigas; ahora estaba teniendo lugar una batalla en torno a Merj Ayun, al pie de las laderas del Hermon, aún cubierto de nieve. Más al Este, los Franceses Libres del general Legentilhomme habían penetrado por Deraa sin dificultad apenas, y estaban ya camino de Damasco, pero también ellos eran recibidos con cierta brusquedad. Algo más allá, también al Este, dos columnas británicas se acercaban por el valle del Éufrates procedentes de Irak, pero aún les faltaban millas de desierto para llegar a donde hacían falta.
Nosotros nos preparamos para una larga campaña. Cuando los agentes alemanes e italianos huyeron de Siria y Berlín anunció que el Eje no pensaba intervenir allí, el resultado de la lucha quedó perfectamente claro, pero el general Wilson, que había asumido nuevamente el mando, tuvo que encontrar solución al problema, erizado de dificultades, de dominar a treinta o cuarenta mil irritados súbditos franceses con el menor número posible de bajas por ambas partes. Intentó el recurso de enviar parlamentarios con bandera blanca, pero fueron tiroteados; no había más remedio que entrar luchando hasta Damasco y Beirut.
Yo escogí al principio el sector costero, y nunca vi una guerra tan cómoda para un corresponsal. Vivíamos en un hotel judío en las alturas del monte Carmelo, en Haifa; un sitio delicioso, rodeado de pinos y jardines floridos. Desde allí, el mismo lugar donde Elías vio una nube del tamaño de una mano humana y contempló, a sus pies, donde ahora está Haifa, a los sacerdotes del templo de Baal, se presentaba a nuestros ojos el panorama de toda la costa hasta Siria. Desde el otro lado de las llanuras de Armaggedon, los bombarderos franceses y del Eje llegaban para machacar la flota anclada en el puerto de Haifa, a nuestros pies.
De noche nos asomábamos a los balcones y veíamos los cielos desgarrados por las balas luminosas, como cebollas encendidas, y las ráfagas florecidas del fuego antiaéreo de la flota. A veces, a la luz de la luna, se veía el surco plateado de una bomba que descendía; como sabíamos que no nos estaba destinada, la contemplábamos, esperando, llenos de emoción, una explosión en el mar o a lo largo de la costa, justo a nuestros pies. De vez en cuando, un caza, calculando mal la accidentada superficie de la ladera del Carmelo, pasaba rozando casi las cimas de los pinos, sobre nuestras cabezas, y entonces oíamos el ruido de los preparativos del piloto para lanzarse de nuevo en picado sobre el puerto. Eran casi igual que ser uno mismo atacado por los aparatos enemigos, y el monte Carmelo era sin duda el mejor palco para tal espectáculo.
En esta cadena de colinas, donde había sido fundada la Orden de los Carmelitas y donde David y Jonatán habían tenido su última reyerta, los judíos habían construido grandes hoteles modernos y restaurantes entre los árboles. Aquí, todas las tardes y todas las noches venía la gente de la calurosa ciudad de la llanura a escuchar nostálgicamente los lieder alemanes y los ritmos de América, y a bailar bajo los árboles. El que quería, podía ir a un té danzante en las montañas y descender luego al frente sirio durante una hora o dos. De regreso ya anochecido, había tiempo aún para cenar en una cervecería alemana de la ciudad e ir después a una sala de fiestas, en la montaña. Por las mañanas, desde la habitación de mi cuarto, se veía pasar la flota a lo largo de costa siria, y los cañonazos llenaban de ruido mi alcoba justo cuando me traían el desayuno.”


Alan Moorehead. Trilogía africana. Inédita Editores.