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viernes, 22 de abril de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





LOS BOGA Y EL CURRULAO

El currulao es la danza típica que resume al boga y su familia, que revela toda la energía brutal del negro y el zambo de las costas septentrionales de Nueva Granada. Así, todo el mundo quiso contemplar la escena y, excepto las señoras, cuyos ojos no eran adecuados para ver esa danza extravagante, saltamos todos a tierra en dirección á la plaza de la aldea.
El espectáculo no podía ser mas singular. Había un ancho espacio, perfectamente limpio, rodeado de barracas, barbacoas de secar pescado, altos cocoteros y arbustos diferentes. En el centro había una grande hoguera alimentada con palmas secas, alrededor de la cual se agitaba la rueda de danzantes, y otra de espectadores, danzantes a su turno, mucho mas numerosa, cerraba a ocho metros de distancia el gran círculo. Allí se confundían hombres y mujeres, viejos y muchachos, y en un punto de esa segunda rueda se encontraba la tremenda orquesta. Difícil, muy difícil sería la descripción de esas fisonomías toscas y uniformes, de esas figuras que parecían sombras o fantasmas de un delirio, cuando se movían, o troncos desnudos de un bosque devorado por las llamas, ennegrecidos y ásperos, si permanecían inmóviles.
La luz rojiza de la hoguera, extendiéndose sobre un fondo oscuro, aumentaba el romanticismo de la escena, porque el bosque vecino aparecía como una inmensa caverna, y las sombras de los danzantes, músicos y espectadores, así como las de los mástiles y las copas de los cocoteros, se proyectaban en perspectiva de un modo singular.
Ocho parejas bailaban al compás del son ruidoso, monótono, incesante, de la gaita (pequeña flauta de sonidos muy agudos y con solo siete agujeros) y del tamboril, instrumento cónico, semejante a un pan de azúcar, muy estrecho, que produce un ruido profundo como el eco de un cerro y se toca con las manos a fuerza de redobles continuos. La carraca (caña de chonta, acanalada transversalmente, y cuyo ruido se produce frotándola a compás con un pequeño hueso delgado); el triángulo de fierro, que es conocido, y el chucho o alfandoque (caña cilíndrica y hueca, dentro de la cual se agitan multitud de pepas que, a los sacudones del artista, producen un ruido sordo y áspero como el del hervor de una cascada), se mezclaban rarísimamente al concierto. Esos instrumentos eran mas bien de lujo, porque el currulao de raza pura no reconoce sino la gaita, el tamboril y la curruspa.
Las ocho parejas, formadas como escuadrón en columna, iban dando la vuelta a la hoguera, cogidos de una mano, hombre y mujer, sin sombrero, llevando cada cual dos velas encendidas en la otra mano, y siguiendo todos el compás con los pies, los brazos y todo el cuerpo, con movimientos de una voluptuosidad, de una lubricidad cínica cuya descripción ni quiero ni debo hacer. Y esas gentes incansables, impasibles en sus fisonomías, indiferentes a todo, bailaban y daban vueltas y vueltas con la mecánica uniformidad de la rueda de una máquina. Era un círculo eterno, un movimiento sin variación, como la caída del torrente, como el caliente remolino de fuego o de arena que se fija en un punto, en medio de un bosque incendiado o en la mitad de una playa azotada por el huracán. La incansable tenacidad de los danzantes correspondía a la de los músicos; y a pesar de emociones tan ardientes al parecer, ni un grito, ni un acento lírico, ni una sola  palabra pronunciada en alto interrumpía el silencio extraño de la escena.
Es tal la resistencia habitual o el tesón con que esa gente se entrega al "currulao" que algunas veces duran hasta dos horas tocando o bailando, sin descansar un minuto.
Aquella danza es una singular paradoja: es la inmovilidad en el movimiento. El entusiasmo falta, y en vez de toda poesía, de todo arte, de toda emoción dulce, profunda, nueva, sorprendente, no se ve en toda la escena sino el instinto maquinal de la carne, el poder del hábito dominando la materia, pero jamás el corazón ni el alma de aquellos salvajes de la civilización. Ninguno de ellos goza bailando, porque la danza es una ocupación necesaria como cualquiera otra. De ahí la extraña monotonía del espectáculo.
Aunque ninguno se rinde, de tiempo en tiempo un hombre o una mujer sale del circulo de espectadores, le quita las velas a uno de los danzantes, le reemplaza sin ceremonia, y el que deja el puesto va a colocarse en la gran rueda, impasible como un tronco, sin revelar cansancio, ni placer, ni pena, ni celos, ni amor, ni emoción alguna. El cambio se hace como si al reedificar un muro se quitase una piedra para poner otra en su lugar. La vida para esas gentes no es ni un trabajo espiritual, ni una peregrinación social, ni siquiera una cadena de deleites y dolores físicos: es simplemente una vegetación, una manera de ser puramente mecánica.
Nacido bajo un sol abrasador, en un terreno húmedo, inmenso y solitario, y contando con una naturaleza exuberante que lo da todo con profusión y de balde, y que, exagerando el desarrollo físico de los órganos, debilita sus funciones y degrada su parte moral, --el boga, descendiente de África, e hijo del cruzamiento de razas envilecidas por la tiranía, no tiene casi de la humanidad sino la forma exterior y las necesidades y fuerzas primitivas. Si el indio puro de las altiplanicies andinas es, a pesar de su ignorancia, dulce y humilde, y la astucia constituye su fuerza moral; si el llanero de las pampas granadinas, criado en las soledades y en medio de los peligros, pero rodeado de un horizonte infinito, es no obstante su barbarie un ser eminentemente heroico, poético en sus instintos, galante, cantor, espiritualmente fanfarrón, crédulo y generoso, --el boga del bajo Magdalena no es mas que un bruto que habla un malísimo lenguaje, siempre impúdico, carnal, insolente, ladrón y cobarde.
La raza parda, pero cultivadora o comerciante, que habita las vegas vecinas a Ocaña o las ciudades de Mompos, Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, se ha civilizado con el trabajo social y la vida comunicativa, y será no muy tarde una población vigorosa y de excelentes cualidades. Pero la familia del boga, que vive de pescado, en el sopor, la inercia y la corrupción, no podrá regenerarse sino después de muchos años de un trabajo civilizador, ejercido por la agricultura y el comercio invadiendo todas las selvas y las soledades del bajo Magdalena. La civilización no reinará en esas comarcas sino el día que haya desaparecido el currulao, que es la horrible síntesis de la barbarie actual.”


José María Samper. Viajes de un colombiano… Imp de E. Thunot.