«Todo prisionero sorprendido desvalijando un cadáver alemán, era pasado inmediatamente por las armas. Ningún pelotón reglamentario se formaba, por lo demás, a este efecto. A bulto, un oficial tumbaba al delincuente de dos o tres tiros de pistola o, a veces, como tuve ocasión de comprobar durante aquella época, se entregaba el prisionero a dos o tres desalmados a los que este cometido era encargado regularmente. Aquellos malvados ataron una vez, ante mis ojos escandalizados, las manos de tres prisioneros a la verja de un portal. Después, una vez inmovilizadas sus víctimas, metieron una granada en uno de los bolsillos de sus capotes, o bien en un ojal, que forzaron con el mango del artefacto. El tiempo de quitar el seguro, y los miserables corrieron a ponerse a salvo, mientras la explosión despanzurraba a los ruskis que, hasta el último momento, imploraban perdón aullando desesperadamente.»