EN LONDRES
“Pasé la noche en el tren, camino de Londres, en un
compartimiento para mí solo, un compartimiento con aire acondicionado, agua
caliente, una cama como Dios manda y té por la mañana, cosas que, en general,
no se encuentran en Norteamérica.
El aspecto exterior de Londres no me
sorprendió. Mis amigos que habían presenciado los bombardeos de la batalla de
Inglaterra me lo habían descrito repetidas veces, de modo que sabía muy bien lo
que iba a encontrar: iglesias despanzurradas e hileras de casas semidestruidas,
tremendas cicatrices que estaban siendo curadas. Pero interiormente, Londres,
su ambiente y su ritmo de actividad, me asombraron. Los autobuses iban rápidamente
durante el apagón reglamentario, ateniéndose al horario. El correo se distribuía
tres o cuatro veces al día. Cogí un taxi para ir a Westminster, y en una hora
reuní todos os documentos de tiempo de guerra necesarios para vivir en
Inglaterra: cartilla de racionamiento, documento de identidad (más unos cuantos
cupones extra por haber llegado en avión) y certificado de residencia. No había
colas, no había que esperar, no había prisas. Estas cosas se resolvían
normalmente, formaban parte de un sistema rutinario, continuo y preciso.
Aquella
noche se nos echó encima en el valle del Támesis la niebla más densa desde hacía
muchos años. Yo había aceptado dos invitaciones, una a cenar, en Battersea, y
otra para una reunión nocturna en Kensington, sin saber que la mayoría de los
londinenses, ahora en invierno, no salía de noche, porque era casi imposible
encontrar medios de transporte. Pero, en mi ignorancia, me lancé al exterior.
Mi taxi llegó hasta el río, allí se le acabó la gasolina y tuve que subirme a
un autobús que iba más o menos en la dirección de mi cita, hendiendo la
oscuridad impenetrable. Del autobús pasé a un tranvía, que descarriló en una
esquina; los viajeros salieron todos a una y volvieron a encarrilarlo.
Durante
la cena –vino, pescado y fruta--, la conversación, muy interesante, no versó
sobre la guerra. El doctor Temple, arzobispo de Canterbury, había pronunciado
otro discurso insistiendo en que la
Iglesia debería intervenir en los asuntos del Gobierno, que
los Bancos deberían ser nacionalizados y que después de la guerra habría que
proceder a una más justa distribución de la riqueza y de la tierra. Más parecía
una nueva edición del Manifiesto Comunista que el discurso de un primado de la Iglesia de Inglaterra,
pero, era una realidad. Y había más aún: en el informe de Sir William Beveridge
presentado al Parlamento, se exponía un plan que, de ser aprobado, garantizaría
que en adelante nadie pasaría nunca hambre en Inglaterra, ni caería enfermo sin
asistencia médica, ni se vería privado de un entierro decente cuando muriera. Más
parecía una profecía fantástica que un documento del partido conservador.
Todo
el mundo, en tabernas y fábricas, estaba discutiendo estas cosas. Produciendo
municiones, entrenándose en los campamentos, o volando de noche en misiones de la RAF , todos pensaban en ello. El
programa más popular de la radio era uno en que había que adivinar nombres de
gente y lugares; parecía un milagro, porque todos se sabían de memoria los
nombres de los más insignificantes campos de batalla del desierto.
Tuve
la suerte de conseguir un taxi que me llevara a través de la niebla, e
invitamos al taxista a subir antes a tomar una copa junto al fuego. Era un cockney
de unos sesenta años, bajito y arrugado, con la bufanda al cuello y la gorra
puesta. Había peleado en Palestina y Mesopotamia en la guerra anterior, y en
seguida se puso a describirnos de nuevo las batallas, en el suelo, con botellas
de cerveza vacías, comparando esas campañas con las actuales, y la estrategia
de Allenby con la de Alejandro de Macedonia.
No
había niebla que pudiera con este veterano, que tenía un hijo en el Ejército y
dos hijas trabajando en fábricas de municiones. De camino para Kensington tuve
que ir yo delante de él, con mi linterna encendida, para cruzar los trechos más
densos, o subido a su lado, mientra él, conduciendo, exponía sus teoría sobre
las ventajas de hacer la guerra con largas líneas de comunicaciones.”