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miércoles, 26 de junio de 2019

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



EN LONDRES


            “Pasé la noche en el tren, camino de Londres, en un compartimiento para mí solo, un compartimiento con aire acondicionado, agua caliente, una cama como Dios manda y té por la mañana, cosas que, en general, no se encuentran en Norteamérica.
El aspecto exterior de Londres no me sorprendió. Mis amigos que habían presenciado los bombardeos de la batalla de Inglaterra me lo habían descrito repetidas veces, de modo que sabía muy bien lo que iba a encontrar: iglesias despanzurradas e hileras de casas semidestruidas, tremendas cicatrices que estaban siendo curadas. Pero interiormente, Londres, su ambiente y su ritmo de actividad, me asombraron. Los autobuses iban rápidamente durante el apagón reglamentario, ateniéndose al horario. El correo se distribuía tres o cuatro veces al día. Cogí un taxi para ir a Westminster, y en una hora reuní todos os documentos de tiempo de guerra necesarios para vivir en Inglaterra: cartilla de racionamiento, documento de identidad (más unos cuantos cupones extra por haber llegado en avión) y certificado de residencia. No había colas, no había que esperar, no había prisas. Estas cosas se resolvían normalmente, formaban parte de un sistema rutinario, continuo y preciso.
         Aquella noche se nos echó encima en el valle del Támesis la niebla más densa desde hacía muchos años. Yo había aceptado dos invitaciones, una a cenar, en Battersea, y otra para una reunión nocturna en Kensington, sin saber que la mayoría de los londinenses, ahora en invierno, no salía de noche, porque era casi imposible encontrar medios de transporte. Pero, en mi ignorancia, me lancé al exterior. Mi taxi llegó hasta el río, allí se le acabó la gasolina y tuve que subirme a un autobús que iba más o menos en la dirección de mi cita, hendiendo la oscuridad impenetrable. Del autobús pasé a un tranvía, que descarriló en una esquina; los viajeros salieron todos a una y volvieron a encarrilarlo.
         Durante la cena –vino, pescado y fruta--, la conversación, muy interesante, no versó sobre la guerra. El doctor Temple, arzobispo de Canterbury, había pronunciado otro discurso insistiendo en que la Iglesia debería intervenir en los asuntos del Gobierno, que los Bancos deberían ser nacionalizados y que después de la guerra habría que proceder a una más justa distribución de la riqueza y de la tierra. Más parecía una nueva edición del Manifiesto Comunista que el discurso de un primado de la Iglesia de Inglaterra, pero, era una realidad. Y había más aún: en el informe de Sir William Beveridge presentado al Parlamento, se exponía un plan que, de ser aprobado, garantizaría que en adelante nadie pasaría nunca hambre en Inglaterra, ni caería enfermo sin asistencia médica, ni se vería privado de un entierro decente cuando muriera. Más parecía una profecía fantástica que un documento del partido conservador.
         Todo el mundo, en tabernas y fábricas, estaba discutiendo estas cosas. Produciendo municiones, entrenándose en los campamentos, o volando de noche en misiones de la RAF, todos pensaban en ello. El programa más popular de la radio era uno en que había que adivinar nombres de gente y lugares; parecía un milagro, porque todos se sabían de memoria los nombres de los más insignificantes campos de batalla del desierto.
         Tuve la suerte de conseguir un taxi que me llevara a través de la niebla, e invitamos al taxista a subir antes a tomar una copa junto al fuego. Era un cockney de unos sesenta años, bajito y arrugado, con la bufanda al cuello y la gorra puesta. Había peleado en Palestina y Mesopotamia en la guerra anterior, y en seguida se puso a describirnos de nuevo las batallas, en el suelo, con botellas de cerveza vacías, comparando esas campañas con las actuales, y la estrategia de Allenby con la de Alejandro de Macedonia.
         No había niebla que pudiera con este veterano, que tenía un hijo en el Ejército y dos hijas trabajando en fábricas de municiones. De camino para Kensington tuve que ir yo delante de él, con mi linterna encendida, para cruzar los trechos más densos, o subido a su lado, mientra él, conduciendo, exponía sus teoría sobre las ventajas de hacer la guerra con largas líneas de comunicaciones.”



Alan Moorehead. 

Trilogía africana. 

Inédita Editores.