UNA VERDAD VESTIDA
Aunque, mirándolo bien, ya me he atrapado
algunas veces en la mentira, por más que no fuese una mentira abominable e
insolente, sino una verdad adornada, coloreada o exagerada. Por ejemplo, en los
momentos bajos, cuando me sentía cansado y harto, exponía mi causa en términos
tan elocuentes y enérgicos como cuando estaba en plena forma, y a veces ocurría
que, más que exponer mis argumentos y convicciones desde lo más profundo de mi
corazón, los recitaba. Oh, sí, esto ocurrió, y más de una vez. En Madrid:
llovía, hacía un día oscuro y tormentoso, pardo, y los neumáticos de los coches
se hundían en los torrentes de agua turbia. En Edimburgo: era invierno y se me
pegó algo del laconismo escocés… E incluso una vez en Ferrara, aunque entonces
no le pude echar la culpa al tiempo… El sol colgaba encima de los tejados como
una lámpara antigua de oro macizo. Yo acababa de contemplar los frescos de Francesco
Cossa, me sentía feliz, saturado de aquel género de felicidad que nos invade
desde fuera, desde los lienzos añejos, los árboles gigantescos, las iglesias
románicas y el ritmo de las colinas y las valles. Y, a pesar de ello, no supe
decir nada verdadero. O tal vez aquélla fuera la causa, tal vez no supiera
hacerlo porque la felicidad no me había sido prestada o regalada para
utilizarla. Hay regalos tan frágiles, de construcción tan ingeniosa, que se
hacen añicos en cuanto los entregamos a un tercero.
Adam Zagajewski.
Dos ciudades.
Acantilado.